En nombre de la ciencia
Su aceptación incondicional nos ha hecho más crédulos.

El delirio del doctor Frankenstein (Colin Clive) al sentirse Dios con 'su' obra.
El pasado diciembre, la Fundación BBVA realizó una encuesta telefónica a 2.013 representantes de la población española sobre Creencias de base científica y creencias y prácticas alternativas. Dicho estudio, en el cual predominan las preguntas tendenciosas, destacó la disminución de la influencia del cristianismo (solo el 48% de los encuestados afirmó creer en Dios) y el ascendente prestigio de la ciencia (el 78% de la muestra sostuvo que el origen de los seres humanos se debe únicamente a la evolución de las especies); asimismo, el 67% de los encuestados admitió el cambio climático como un fenómeno científicamente probado. Dicho estudio concluye elogiando la confianza generalizada (dos de cada tres ciudadanos) en que la ciencia puede explicar la gran mayoría de las cosas importantes.
Aun cuando la confianza en la ciencia parece ser beneficiosa, hace ya varias décadas C.S. Lewis nos advertía de que la ciencia podía ser tergiversada a fin de destruir la religión, manipular a la sociedad y limitar la libertad humana. El mismo escritor confiesa en Cautivado por la alegría que fue arrastrado por la mentalidad naturalista de su época: “Entenderán que mi ateísmo se basaba inevitablemente en lo que yo creía que eran los hallazgos de las ciencias; y esos hallazgos, al no ser un científico, tuve que aceptarlos con confianza; de hecho, con autoridad”. De ahí que sea necesario reconocer que la aceptación incondicional de todo lo que se difunde en nombre de la ciencia no nos ha hecho más eruditos, sino más crédulos. Pues, como bien señala Chesterton: “El mundo moderno está lleno de gente que defiende dogmas con tanta fuerza, que ni siquiera saben que son dogmas”.
De esta manera, muchos rechazan la veracidad de la Revelación divina mientras aceptan, ciegamente, los diversos postulados de “científicos mediáticos” difundidos por los grandes medios y poderosas organizaciones. Al parecer, hemos olvidado que los científicos no son seres infalibles ni tampoco intachables. Pues, como en todas las profesiones, hay científicos honestos que buscan la verdad y científicos deshonestos que buscan acomodar la realidad a sus opiniones o intereses. Además, la objetividad, característica indispensable en toda investigación científica, puede verse afectada, aun de manera no intencional, por varios factores, incluyendo los poco científicos prejuicios sobre la religión que algunos científicos tienen.
De hecho, son varios los científicos que afirman que no debemos creer todo lo que se publica o difunde en nombre de la ciencia. Richard Horton, editor de la prestigiosa revista médica inglesa The Lancet, afirma que: “El argumento contra la ciencia es claro: gran parte de la literatura científica, tal vez la mitad, puede ser simplemente falsa debido, en gran parte, a flagrantes conflictos de interés, junto con una obsesión por seguir tendencias de moda de dudosa importancia”. Así, advierte que varios “científicos” modelan los datos para que encajen con su teoría preferida del mundo.
Esto fue evidente durante la pandemia, durante la cual se promovieron medidas y mandatos tiránicos que, 'avalados por la ciencia', fueron aceptados por la gran mayoría. Además, a los médicos y científicos con posturas contrarias no se les permitió exponer sus teorías. Por el contrario, sus postulados fueron descartados, censurados y calificados de desinformación. Actualmente, pasa lo mismo con el llamado cambio climático.
Bien haríamos en recordar que la eugenesia ha sido promovida por razones "científicas" y que actualmente, en nombre de la ciencia, poderosas e influyentes organizaciones afirman: que un embrión humano no es una persona con derechos sino un amasijo de células; que los tratamientos quirúrgicos y hormonales puede transformar a un hombre en una mujer y viceversa; que los niños desde muy pequeños necesitan educación sexual; y que el cambio climático es causado por el hombre, el peor depredador de la “madre tierra”.
Asimismo, debido al rechazo de la moral objetiva, algunos adelantos científicos tienen como consecuencia que innumerables embriones humanos sean creados en laboratorio para ser manipulados, utilizados y, varios, descartados; que dos hombres o dos mujeres puedan tener bebés por encargo (vientres de alquiler); y que se pueda elegir el sexo del bebé y, pronto, muchas otras características.
Actualmente, la humildad, necesaria para la verdadera ciencia, ha sido sustituida por la arrogancia de una sociedad egoísta e individualista que se cree con derecho de manipular, transformar y alterar la misma naturaleza humana a fin de “mejorarla” con el perverso transhumanismo.
Como bien lo señaló C.S. Lewis: “Si la ciencia realmente tiene carta blanca, ahora puede apoderarse de la raza humana y reacondicionarla: hacer del hombre un animal realmente eficiente... El hombre tiene que hacerse cargo del hombre. Eso significa, recuérdese, que algunos hombres tienen que hacerse cargo del resto” (Esa horrible fortaleza). Y si bien los grandes logros de la ciencia son innegables, ésta podría estar pavimentando la tiranía “sin lágrimas” que anunciase Huxley. Pues como aseguró C.S. Lewis: “El poder del hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa, como hemos visto, el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les place” (La abolición del hombre).
La investigación científica, despojada de la sana filosofía y de la luz de la Verdad revelada, reduce a los seres humanos a un insignificante producto de una evolución violenta e irracional. De ahí que no tenga reparos en alterar ni en destruir la naturaleza humana. Como afirma Lewis: “El verdadero problema es filosófico, no científico en absoluto; en las condiciones modernas, cualquier invitación efectiva al infierno aparecerá sin duda bajo la apariencia de planificación científica” (Esa horrible fortaleza).
Por ello, es indispensable volver a poner la ciencia al servicio de la verdad y del bien común recordando nuestra total dependencia de Dios, de quien recibimos tanto la luz de la razón como la fe. Para que podamos, como San Agustín, “creer para comprender y comprender para creer”.