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Cien años de «Quas primas»: así se gestó la proclama de Cristo Rey por Pío XI ante la marea laicista

La encíclica del 11 de diciembre de 1925 reforzó los pilares políticos de la doctrina social de la Iglesia.

Pío XI (Achille Ratti, arzobispo de Milán cuando fue elegido Papa en 1922) escribió 'Quas Primas' en 1925 como afirmación explícita contra el laicismo.

Pío XI (Achille Ratti, arzobispo de Milán cuando fue elegido Papa en 1922) escribió 'Quas Primas' en 1925 como afirmación explícita contra el laicismo.

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ReL

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El 11 de diciembre de 1925 se publicó encíclica Quas primas, con la que el Papa Pío XI instituyó la fiesta de Cristo Rey: una clarificadora afirmación doctrinal que se entiende mejor en el contexto político de aquel agitado período histórico, en el cual la Iglesia era atacada por un laicismo muy activo, sobre todo en Francia y México.

Frédéric Le Moal ha analizado ese contexto en el número 386 (diciembre de 2025) de La Nef, que dedica un completo dossier a la encíclica.

El contexto de "Quas Primas"

La encíclica Quas primas fue una respuesta de Pío XI a los retos de su época, marcada por las convulsiones provocadas por la Primera Guerra Mundial, pero que quizá estaban a punto de eliminarse en 1925. Pero también a los retos del largo plazo, del siglo anterior e incluso a los que surgieron con la tormenta revolucionaria provocada por Francia en 1789. Además, Pío XI recogía una antigua herencia diplomática, pero que la Revolución Francesa -de nuevo ella- había marcado profundamente.

La herencia consalvista

Los historiadores utilizan el término "consalvismo" para describir este legado diplomático, derivado del nombre del cardenal Ercole Consalvi, secretario de Estado de Pío VII (1800-1823) el Papa enemigo de Napoleón

El cardenal Ercole Consalvi fue secretario de Estado de Pío VII en dos periodos, 1800-1806 y 1814-1823, con una política de pragmatismo ante los Estados anticatólicos.

El cardenal Ercole Consalvi fue secretario de Estado de Pío VII en dos periodos, 1800-1806 y 1814-1823, con una política de pragmatismo ante los Estados anticatólicos.Retrato de Thomas Lawrence (1819).

Su nombre sigue vinculado a las negociaciones mantenidas con el Primer Cónsul para resolver el terrible conflicto religioso que había dividido a Francia, a los franceses e incluso a la Iglesia desde la adopción y posterior condena por parte de Pío VI (1775-1799) de la Constitución Civil del Clero. Recordemos que este texto pretendía domesticar a la Iglesia y someterla al Estado, de una manera aún más radical que la que habían querido algunas monarquías absolutas. 

Pío VII, elegido en 1800, quiso resolver esta división y restaurar el culto católico. Lo consiguió con el concordato del 15 de julio de 1801. Pero esta victoria se logró a costa de un control real de la Iglesia por parte del Estado. También se manifestó en el abandono en campo abierto de la causa monárquica, sacrificada en aras de la reconciliación con una Revolución que no se había podido derrotar.

Sin embargo, no hay que olvidar que detrás de esta aparente aceptación de la realidad política de un régimen dictatorial surgido de la Revolución se escondía un gran proyecto religioso: la reconquista espiritual de la población francesa, bajo la sombra de un Estado tutelar, sin duda, pero que ofrecía a la Iglesia un marco favorable para llevar a cabo su misión evangelizadora. 

Este enfoque se plasmó plenamente en la política de León XIII y de su secretario de Estado, el cardenal Rampolla, con respecto a la muy laica III República. Mediante la encíclica Au milieu des sollicitudes de 1892, el Papa ordenó a los católicos franceses que se unieran al régimen republicano [política de Ralliement o adhesión], el cual, sin embargo, los perseguía. Una medida realista que supuso un nuevo abandono de los monárquicos. León XIII esperaba obtener de esta adhesión beneficios tanto diplomáticos como religiosos. En vano, ya que los radicales, una vez en el poder, agravaron el conflicto hasta las rupturas de 1904 y 1905 [con la Ley de separación de la Iglesia y el Estado, que sigue vigente aunque con modificaciones]. La República no solo se volvió laica, sino que consagró la laicidad como uno de los pilares del régimen.

Pío XI, un realista ofensivo

Pío XI se inscribe en esta herencia. Durante el cónclave de 1922 se enfrentaron dos corrientes

  • por un lado, los zelanti, defensores intransigentes del dogma frente a la modernidad, agrupados en torno al cardenal Merry del Val, antiguo secretario de Estado de Pío X
  • por otro, los politicanti, los realistas, partidarios del compromiso con los Estados, agrupados en torno al cardenal Gasparri, secretario de Estado del difunto Benedicto XV

Hay que tener presente que estas dos corrientes coincidían en una condena idéntica de la modernidad, y que su divergencia radicaba en la forma de posicionarse. 

Para los politicanti, el concordato permitía apaciguar el conflicto con el Estado para evangelizar mejor a la sociedad, pero sin hacer la menor concesión en cuanto al fondo dogmático. Ese era el enfoque de Pío XI, el papa de los concordatos. No olvidemos tampoco que Achille Ratti pertenecía a la tradición antimodernista e integrista. Su carácter íntegro y firme le llevó siempre a dirigirse directamente a los jefes de Estado para exhortarles a que se ajustaran a las exigencias de Cristo y de su Iglesia. Este estado de ánimo impregnó cada línea de Quas primas.

Cuando Pío XI se convirtió en Papa, los peligros que se cernían sobre la Iglesia católica eran los que él calificaba en la encíclica como "la plaga del laicismo". 

En lo que respecta a Francia, encontró en su escritorio el expediente de las asociaciones religiosas definidas por la ley de 1905 y rechazadas por Pío X por ser contrarias a la constitución de la Iglesia. Las negociaciones habían avanzado al final del pontificado de Benedicto XV, favorecidas por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y Francia, pero no habían llegado a buen puerto debido a la negativa de los obispos y los zelanti de la curia. Al final, Pío XI dio un puñetazo sobre la mesa. Desbloqueó la situación con la encíclica Maximam gravissimamque del 18 de enero de 1924 y la creación de las asociaciones diocesanas. Más allá de la resolución de esta espinosa cuestión, Pío XI procedió a una especie de Segundo Ralliement, del que la Acción Francesa pagaría las consecuencias dos años más tarde. 

Sin embargo, el peligro laicista no había desaparecido más allá de los Alpes. Pío XI se dio cuenta de ello con la llegada al poder, en mayo de 1924, del Cártel de las Izquierdas. El nuevo gobierno de Édouard Herriot (1924-1925) relanzó una política anticlerical digna de Émile Combes (1902-1905), amenazando incluso con laicizar la política exterior mediante una nueva supresión de la embajada ante la Santa Sede. Solo la caída de su gabinete en abril de 1925 salvó la situación. Sin embargo, todo ello demostraba que siempre era posible un retorno de las llamas laicistas.

En México, la situación era aún más preocupante. En diciembre de 1924, el revolucionario Plutarco Elías Calles llegó al poder supremo y puso en marcha una política estricta de aplicación de los artículos más anticlericales, e incluso antirreligiosos, de la Constitución de inspiración jacobina de 1917. Los sacerdotes, las iglesias y los conventos se vieron envueltos en una auténtica persecución que, en 1926, desembocaría en la revuelta de los Cristeros

Pío XI aprovechó la publicación de Quas primas para protestar oficialmente. Sin embargo, mantuvo una línea diplomática prudente, que conservó a lo largo de toda esta sangrienta crisis, siempre preocupado por llegar a un acuerdo con las autoridades mexicanas. 

"El problema que debemos resolver -afirmaba el cardenal Consalvi- no es evitar todo tipo de mal, sino encontrar la manera de sufrir lo menos posible". Fue esta lógica la que llevó al anticomunista visceral que era Pío XI a negociar con el poder soviético un modus vivendi que permitiera el envío de ayuda alimentaria a las poblaciones hambrientas de Rusia, e incluso a iniciar, al año siguiente, negociaciones secretas para un concordato en Berlín. Por su parte, el fascismo planteaba otro problema por su anticlericalismo, su violencia, su exaltación de la fuerza y su nacionalismo exacerbado. Sin embargo, en 1925, el Estado totalitario italiano se encontraba aún en fase de construcción, y Mussolini incluso daba garantías a la Iglesia, con la que soñaba resolver la envenenada cuestión de la independencia de un Estado pontificio desaparecido en 1870. La confrontación directa llegó más tarde.

El laicismo, peligro inmediato

Es comprensible que el peligro inmediato siguiera siendo el laicismo, heredero de la filosofía de la Ilustración y de la Revolución Francesa, contra el cual el Papa esgrimía el culto a Cristo Rey

La encíclica respondía a sus preocupaciones más profundas, generadas por este contexto de persecuciones laicistas, pero también por la Gran Guerra y sus consecuencias. El conflicto mundial había encendido los sentimientos nacionalistas, antes de dar lugar al Tratado de Versalles, esa mala paz condenada por Benedicto XV en la encíclica Pacem Dei Munus del 25 de mayo de 1921, porque prolongaba la guerra en la paz al no reconciliar a los pueblos. 

La política de estricta aplicación del tratado por parte de los gobiernos franceses se topó con la condena de la Santa Sede, que no dejaba de insistir, como hizo Pío XI en Quas primas, en que la verdadera paz residía en Cristo y en el ejemplo de la cristiandad medieval

Toda la paradoja residía en el hecho de que el Papa y el Cártel de las Izquierdas coincidían en una línea diplomática idéntica, la de la conciliación con Alemania. En octubre de 1925, Aristide Briand satisfizo plenamente a Roma con la firma de los acuerdos de Locarno con Alemania, que sentaban las bases para una reconciliación franco-alemana. Por lo tanto, había motivos para la esperanza.

Al fin y al cabo, Pío XI no era tan ingenuo como para creer que los dirigentes franceses rendirían culto público a Cristo. Pero la peligrosidad de la situación, las amenazas a veces existenciales para la Iglesia y los estragos de las ideologías laicas en las sociedades exigían, por su parte, un acto importante y claro de condena y propuesta, sin romper nunca el hilo de la discusión con los Estados, una realidad ineludible de su tiempo. Haría lo mismo con los totalitarismos.

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