Don Eustaquio, el gran olvidado
Un artículo escrito en 2004 en La Opinión de Zamora

El siervo de Dios Eustaquio Nieto Martín, segundo por la izquierda, en una instantánea del 8 de mayo de 1930.
Herminio Ramos (1925), cumplirá el próximo mes de noviembre cien años y es el cronista oficial de Zamora. Ejerció como maestro hasta que decide incorporarse al mundo de la política en los años setenta del siglo pasado. En este artículo que reproducimos de La Opinión de Zamora, y que fue publicado el 9 de octubre de 2004, rescataba la figura del siervo de Dios Eustaquio Nieto Martín -cuyo proceso de canonización, en su fase diocesana, se clausura este próximo sábado, 26 de julio en Sigüenza- . Herminio Ramos tuvo su primer destino como maestro en Terzaga, localidad del Señorío de Molina (Guadalajara). Y estos eran sus recuerdos.

Foto de 1922, ©Kâulak (Estudio fotográfico)
DON EUSTAQUIO, EL GRAN OLVIDADO
He recibido de la diócesis de Sigüenza-Guadalajara la publicación de Bienaventurados, a través de cuya información he vuelto a enlazar con los recuerdos y las vivencias de mis primeras salidas a las tierras alcarreñas, ya saliéndose hacia Aragón. Allí viví impresionado por los pocos años de un lado y por las impresiones que recibía en cada encuentro.
Marché a ejercer como maestro a la provincia de Guadalajara en noviembre del año 47. Mi primer pueblo fue Terzaga, del partido de Molina de Aragón, a veintidós kilómetros. Veintiocho niños de seis a catorce años fue la primera experiencia en libertad y con la experiencia de un año de prácticas con don Mariano Esteban, el maestro de mi pueblo, del que asimilé toda su experiencia y su dedicación. Por los vecinos pueblos con Teruel, Alustante, Alcoroches, Orea y Checa, los maquis nos rodeaban. También fue una experiencia y una sabía lección a la hora de enfrentarse con la realidad.
En la fiesta de Peralejos de las Truchas, en el paisaje abrumador del Alto Tajo, la Guardia Civil rodeaba desde lejos la ermita del pueblo y a los romeros en tensa y delicada situación.
El cura, el sacerdote de Terzaga, Modesto Martínez, compañero y amigo, ya en la madurez era el sentido del equilibrio y de la bondad. Don Gabriel, el párroco de Tierzo, me sorprendió cuando al presentarme y saludarnos su primer comentario fue siempre: -Hombre, de Zamora, de donde era don Eustaquio. Mi sorpresa fue grande, cada vez mayor, cuando con motivo de las fiestas de los pueblos de los alrededores, siempre recibía la misma frase como reconocimiento. Yo recordaba y sabía lo que había ocurrido con el obispo de Sigüenza y allí comencé a recoger información.
Nunca he visto ni oído hablar con más respeto, con más calor, yo diría que era veneración la que sentían al hablar de don Eustaquio Nieto Martín. Don Modesto me prestó infinidad de publicaciones que leí y con todo el interés que sientes cuando a los veintidós años te enfrentas a la realidad y a la responsabilidad, sólo con tu bagaje intelectual y tu experiencia docente que no llegaba más que a un curso de prácticas. Pero aún me llamó la atención cuando les escuchaba hablar del equipo de profesores. No había nada más que recuerdos llenos de gratitud al pastor y de reconocimiento a su labor.
Al curso siguiente pasé al Pobo de Dueñas, límite con Teruel y Zaragoza, esta vez ya podía llegar hasta el pueblo, había coche de línea. Mi párroco, don Agustín López Malo, natural del vecino Campillo también de Dueñas, un pueblo auténticamente levítico, me ensartó con la misma canción cuando me presenté. Don Eustaquio fue siempre una referencia y ese recuerdo, ese profundo respeto que se dejaba sentir, fue para mí una especie de obsesión. Intuía que el obispo había dejado una huella tan honda que once, doce y trece años más tarde estaba viva en aquellos que habían sido sus colaboradores y a los que sin duda había dado ejemplo en su labor pastoral.
Han pasado décadas desde aquellas avanzadillas docentes por aquellas tierras, que no puedo olvidar porque me acogieron con calor y todavía no me he despedido de ellas. Aquella provincia, que recorrí en todas direcciones, me enganchó y además de los amigos que permanecen y de las visitas, quedan estos recuerdos de mis primeras referencias de testigos al hablar de don Eustaquio y de su asesinato. Recuerdo con cierta emoción cuando en los viajes de Sigüenza a Molina de Aragón por carretera, cuando cruzas los páramos donde comienza a correr el río Tajuña, a la derecha quedaba, al borde de la carretera, una cruz que miraba desde el autobús como un recuerdo y una llamada. Allí recogieron el cadáver del obispo de Sigüenza, un anciano activo y venerable arrojado en la cuneta como un desperdicio humano. Cuando los muertos aparecen tirados en las carreteras o en los caminos como desperdicios o basura, algo está fallando y lo que es más grave, algo se está grabando en el seno de esa sociedad que no se va a borrar nunca.

El texto sobre la cruz recuerda al celosísimo obispo de Sigüenza.