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La Iglesia es mi madre. Soy hija de la Iglesia, acogiendo todo lo que en ella ocurre. El gozo y la alegría de sus miembros, el cansancio y la fatiga de los que se entregan, la tristeza de los que la abandonan, el dolor de los que la acusan, y de aquellos que dentro de ella, no viven la coherencia de su llamada.

Creo que como hija de la Iglesia sufro por el pecado que en ella, todos los cristianos cometemos. Muchas veces juzgamos, hablamos mal del otro a sus espaldas sin intentar establecer una comunión y tener una comunicación que lo aclare todo. Criticamos a los demás, al párroco, a los sacerdotes sin hablar si quiera con ellos. Cotilleamos, murmuramos…

La Iglesia es santa porque en ella habita el Espíritu Santo, pero todos sus miembros sin excepción cometemos pecados. Es verdad que hay pecados graves que son necesarios valorar de modo más concreto, también dependiendo de quienes los cometan. Pero, podemos hacer un juicio del hecho, pero no de las personas. Solemos cargar sobre el otro ante su pecado. Decimos que si es tal y tal. Condenar el pecado, supone tener como horizonte que el pecador se convierta.

Muchas veces condenamos el pecado del otro, pero escondemos el nuestro. No nos gusta que se cometen nuestras faltas en público, y muchas veces no dejamos de decir públicamente los defectos de los demás. Queremos que los demás nos pidan perdón, pero nosotros llevamos en ocasiones resentimiento en el corazón.

La Iglesia es mi madre, porque en ella soy acogida tal y como soy. Porque cuando he necesitado una corrección se me ha hecho en privado. La Iglesia es mi madre porque me permite confundirme y levantarme de nuevo. La Iglesia está dispuesta acogerme en todo lo que soy. La Iglesia me ayuda a ser fiel, y vivir una vida de entrega a los demás. En la Iglesia puedo aprender a vivir de lo que soy. En la Iglesia puedo pedir perdón, y ser amada. En la Iglesia experimento el amor de Dios. La Iglesia me ayuda a ser santa, en medio de mi debilidad y mi fragilidad.

La Iglesia es madre, que acoge a todos sus hijos sin hacer acepción de personas. Los pastores en la Iglesia están llamados a convocar y guiar al pueblo santo de Dios. Ellos representan a Cristo Esposo, y nosotros como cristianos hacemos presente a la Iglesia Esposa, en la que algunos tienen una llamada especial, que hace más vivo el misterio. Pero todos formamos el cuerpo de Cristo. Por eso, cualquier pecado afea a ese cuerpo, que está llamado a participar de la santidad de Dios para darle gloria.

Así, cualquier pecado leve o grave causa sufrimiento a la Iglesia. Cuanto más grave más dolor y más oración necesita por parte de sus miembros. Un pecado grave necesita una fuerte corrección, y un gran arrepentimiento por parte de quien lo comete. Pero, creo que ante ello, es necesario un proceso realizado con cuidado y discreción. Los pecados públicos que se cometen necesitan ser sacados a la luz para que el pueblo santo de Dios, ore por los que los puedan cometer. Se hace necesario hacer un adecuado discernimiento de las situaciones y conductas que se están juzgando, para llegar a la verdad de modo pleno.

Por otra parte, el pecado que un cristiano, o cualquier persona comete, perjudica a quien lo comete, y aquel que se le hace daño. Pecamos, y eso nos hace mal a nosotros mismos, nos afea, nos deja sin hermosura, nos aparta de Dios, y nos hace estar vueltos sobre nosotros mismos. Pero, del mismo modo, el pecado que cometemos hace daño aquel que lo recibe. Por eso, cuanto mayor sea el pecado más daño se hace. Aunque no sabemos el alcance de nuestras faltas, porque a nuestros ojos pueden parecer leves, pero llenar de tristeza a los demás. Pero un pecado grave necesita ser reparado. Se hace preciso que la persona dañada reciba el perdón necesario, y la ayuda oportuna para volver a hacer su vida, así, como la corrección adecuada hacia quien comete el pecado, para que se convierta, y repare el daño realizado. En definitiva, el pecador que comete un pecado grave necesita tener un adecuado juicio que conlleva una pena a cumplir.

Pero, creo que sobre todo en la Iglesia necesitamos hacer un camino de conversión personal y comunitaria, en el que busquemos la unidad entre los fieles y los pastores. En el encuentro en la oración con el Señor podemos poner a la luz del Espíritu todo aquello que nos aflige y oscurece nuestra existencia y entrega diaria por el bien de todos. De esta forma, nuestra vida resplandecerá como luz para los demás, y será un espejo para todos del amor de Dios. La luz puede iluminar las tinieblas del mundo, cuando nos dejamos cambiar por ella. La luz es Cristo, aquel que tomo el pecado de todos, para poder llevarnos a la gloria de Dios, siempre que acojamos su salvación´.

Belén Sotos Rodríguez

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