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Mano-corazón

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El hombre es un ser que a imagen y semejanza de Dios está llamado a la relación. A la relación con Dios y a la relación con el prójimo. En esta invitación a la relación, el hombre tiene que ponerse en movimiento, en salida hacia el otro. El hombre necesita salir de sí mismo para poder realizarse como persona. Este movimiento de salida y acogida del otro, hace que el hombre crezca, porque hay mayor bien en dar que en recibir. Pero sobre todo el hombre cuando acude en ayuda de su hermano, del pobre, del que pasa necesidad, está reconociendo que el otro es un don para él, y que desde la entrega de su vida, la vida del otro adquiere un sentido más pleno. Así, el hombre es invitado a reconocer en el otro un don que tiene que cuidar. El hermano al que vemos solo, sin consuelo y sin bienes materiales, se hace necesario que le ofrezcamos la ayuda que necesita en esta vida, para ser feliz y tener una existencia digna. Si nos creemos con el derecho de tener nosotros unos bienes que no nos pertenecen, y vivir como si solo tuviéramos esta existencia en la tierra, sin tener una mirada que nos lleve a poner nuestra meta en el cielo, nosotros viviremos en el presente de nuestra historia con una seguridad que se desvanece y se quedará “aquí”. Solo veremos una recompensa que no tendrá frutos de vida eterna. Por ello, el pobre que vive en el hoy de su historia, con plenitud su existencia, podrá alcanzar esa vida eterna que no tiene fin.

Esta entrega del hombre al otro como don total de sí, hace posible que el hombre se pueda relacionar con sus semejantes desde el amor y la caridad. El amor al hermano hace posibles las relaciones, que se convierten en relaciones fraternas donde la vida del otro, adquiere un sentido nuevo, desde la caridad que ve la necesidad del hermano como algo propio. Las relaciones fraternas se convierten en relaciones de amistad, de familia donde se aprende a reconocer a la persona por lo que es. Del mismo modo, la entrega por el hermano hace que se vean las necesidades de los que más sufren, y de los más pobres. Así, se facilita que desaparezcan las desigualdades entre los hombres, y todos pueden ver al otro como el hermano al que entrego mi vida, mi tiempo y mis bienes.

Este amor al hermano es posible porque el hombre se siente amado por Dios, y desde ese amor de gratuidad, puede ver el don del semejante y amarlo. Por eso, del amor a Dios, brota el amor al otro, con el que me relaciono y construyo una familia de hermanos llamados a vivir en comunión.

Pero el amor al hermano pasa por proteger al más débil, al que más sufre. Y a no aprovecharme de las flaquezas de nuestros semejantes para explotarles. Dios nos ha hecho libres. Él no esclaviza a nadie. Por ello, exhorta al hombre a que viva con generosidad, entregando sus bienes a los más necesitados, y no llevando una vida que violente la vida del prójimo. Por eso, el hombre que busca ayudar a los demás, no solo ha de mirar a su semejante, sino que también ha de cuidar la tierra que produce los bienes que el otro necesita para vivir. No puede explotar la tierra sin control, y con dominio. Sino que puesto al servicio de ella, la ha de cuidar para que dé el fruto adecuado para que el otro pueda alimentarse y crecer. Así, la tierra ha de tener unos ritmos de trabajo y descanso que la permitan producir, para dar el fruto a su tiempo. También el hombre necesita un descanso para poder dar más fruto, y volver su mirada a Dios.

En este sentido, la tierra que se le ofrece al hombre para su trabajo, nos muestra que el hombre puede tener su propia tierra, puede vivir “de lo suyo” que sin esclavizar al otro, sí que le permite desarrollarse para compartir. Así, el hombre que tiene aquello que le permite crecer, puede salir de sí, y darse al otro, creando esas relaciones fraternas en la que todos tienen su tiempo y su espacio, porque son amados por Dios, como hijos.

De esta forma, la vida del otro nos pertenece. Tener un Padre común que nos ofrece la vida, nos invita a dar la vida en favor de aquellos que también, están hechos a imagen y semejanza de Dios. Por eso, el Dios de toda la historia nos presenta una vida de salvación que se inicia con Abraham y los profetas. Pero, la plenitud  de esta historia se culmina en el Hijo de Dios, que vivo y resucitado nos ofrece el mejor de los bienes: la vida eterna y la comunión con Dios. Por lo cual, esta vida eterna pasa por la comunión con el hermano en el que vemos a ese Cristo, al que nos podemos entregar y darle el mejor regalo que hemos recibido: el amor de Dios, que nos lleva a donar el tiempo y los bienes para que el otro pueda disfrutar de esta vida, mirando al cielo, donde gozaremos del mejor de los dones. La entrega de la vida en este presente que vivimos hará posible una existencia que sale de sí misma para darse y regalarse por el que sufre y no tiene el consuelo, en esta tierra, que Dios nos pide que cuidemos.

Mirar al otro como el mejor regalo que hemos recibido, hará de nuestra existencia el don de una vida que se entrega sin límites, en la que como hijo amado de Dios, ve en el prójimo, una imagen del Hijo, que Dios le ofrece. Jesús resucitado nos sitúa en la plenitud a la que cada uno de nosotros estamos llamados. Solo desde la resurrección de Cristo, el don del hermano nos reclama una entrega, que pone la mirada, en Él que nos regala la existencia para donarnos.

Belén Sotos Rodríguez

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