El dulce equilibrio (Cuento)
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El dulce equilibro(Cuento)
Signo, 24 de marzo de 1951
Sin embargo,una desazón extraña la acuciaba con insistencia aquella mañana espléndida del mes de mayo. Una serie de triviales sucesos encadenados estaban ocurriéndole con una rapidez inusitada. Habían dado comienzo, al salir de misa, en la llama de un chispazo fortuito. Recordaba que en aquel instante la brisa leve le iba cantando alegrías frescas en el corazón y que todo su ser palpitaba henchido por el don gracioso de aquel cotidiano vivir. Nunca con más claridad había sentido la certeza de su vocación y destino; Dios la llamaba al servicio sencillo, del que las cosas no eran sino un pálido reflejo. De repente –brusca- al torcer de una esquina había surgido ante ella la figura de un mozalbete que con los ojos relampagueantes por un perverso instinto tiraba de un hilo cuyo otro extremo estaba atado a la pata de un gorrión en desesperado revoloteo por desasirse del lazo tan cruelmente tejido; el tiranuelo se regocijaba en la tremenda impotencia del animal, mientras el corazón de María Paz se vio súbitamente envuelto por un dogal de ternura.
- ¡Suéltalo! -dijo incontenible- ¿Qué te hizo el pobre animal?
- ¡Es mío! ¡No quiero dejarlo! -respondió el muchacho.
Comprendió que por aquel camino nada podría conseguir, y cambió de táctica:
- ¿Cuánto quieres por él?
El muchacho se detuvo; la crueldad daba paso a la codicia.
- Una peseta –contestó.
Y a los pocos minutos el piar del pájaro sobre el corazón de María Paz parecía que devanaba el copo del agradecimiento.
Su primer impulso fue el de un sí que la colmó de alegría. Más de una vez había acariciado en su intimidad el deseo desaborear en su prístina belleza aquel pintoresquismo provinciano, del que su amiga era el más vivo ejemplo. Y, sin embargo, había un no sé qué extraño en los últimos renglones de la carta que velaron su alegría; aquella frase: "Tú sabes que ellos no se meten en nuestras cosas", le traía algo que asociaba al recuerdo de los padres de su compañera; el estupendo fondo de Pilar lo había visto ella peligrar en más de una vacación, por la ligereza ambiente de unos padres que todo lo fiaban en las manos de los educadores. Entonces pensó que aquel deseo tal vez podía encerrar algún obstáculo a su vocación, e inclinó la vista para, releer la invitación de Pilar. En su abstracción le pareció oír vagamente la voz juguetona de su hermano, que correteaba por el jardín, y el picoteo del pájaro sobre el alféizar de la ventana. Buscó el escrito, y sus ojos se enredaron con estas palabras finales de la página: "El vuelo de la juventud..."
Se detuvo perpleja. La juventud era entonces como un pájaro que llevara dentro de sí, como un instinto vital, la imperativa necesidad de volar hacia horizontes ilimitados. Sí, era verdad; hacía tiempo que se lo venía a ella cantando la espiga de infinito que día a día le estaba germinando en el trigal de sus sueños; un sentimiento inexplicable que la urgía a no desentonar en el aleteo radiante de las obras creadas y a saborear las mieles de toda belleza en su más puro y sublime sentido.
Un grito y un como vagido bruscamente contenido la sacaron con dureza de sus pensamientos. Corrió a la ventana impulsada por un nefasto presentimiento y pudo contemplar sobre el verdeante césped del jardín, la figura del infeliz pajarillo, que en sus deseos desesperados de libertad había encontrado la muerte entre los pies juguetones de su hermano.
Fue como un dardo de luz que disipó en un instante la noche oscura de su alma. Aquella frase le estaba repicando en el corazón con la firmeza de un proverbio salomónico; era el equilibrio vacilante que volvía por sus fueros en entredicho.
Desde el jardín irrumpió arrollador el mensaje inefable de la primavera y los ojos de María Paz, radiantes más que nunca por el gozo de la dicha, se perdieron en la infinita grandeza de lo azul; de aquel cielo azul al que se aferraban en un decidido propósito de jamás volver a desprenderse.
Su mano derecha dejó caer, indolente, la carta de Pilar...

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