Fuera miedos
La esperanza, como el amor, es uno de los primeros y más simples ingredientes de la vida humana. Debemos generar esperanza allá donde nos encontremos y contagiarla, sobre todo, a través del ejemplo.

La esperanza se fortelece con la humildad y la grandeza de espíritu
El Barón von Münchhausen, fue un militar alemán del siglo XVIII que se hizo famoso por sus excentricidades, sobre todo a partir del momento en que se convirtió en un personaje literario. Una de sus fanfarronerías consistió en decir que logró salir de una ciénaga tirando hacia arriba de su propia melena. Quizá sea una acertada imagen del hombre que cifra su esperanza en sí mismo, ya sea a nivel personal como social.
Muchas promesas para alcanzar un mundo feliz y superar los males -siempre presentes en la vida humana-, han consistido en proyectos de salvación inmanentes tales como las ideologías. Como señalábamos en un artículo anterior , "La epidemia del miedo", tenemos sobradas razones para dudar de ellas tras los estrepitosos desastres que nos trajeron consigo: en lugar de paraísos crearon infiernos, en lugar de una humanidad unida, crearon muros excluyentes, en lugar de una vida plena provocaron millones de muertos. Para recuperar la esperanza, quizá sea necesario abandonar previamente las falsas esperanzas.
Minorías creativas y héroes anónimos
Por ello, sostenía que la esperanza se mantiene solo cuando asumimos que es tarea de todos mejorar este mundo y ello solo es posible cuando existen unas minorías creativas, convencidas de que un mundo mejor es posible, a la vez que miles de héroes anónimos se empeñan y comprometen en “aliviar la pesadumbre de vivir “de los que tienen más próximos.
Siendo ello cierto, una esperanza que no transcienda los propios límites del individuo o incluso de la humanidad, está condenada al fracaso. Esta tentación inmanentista de la esperanza ha calado profundamente en amplios sectores del cristianismo, donde se confunde la salvación del planeta con la salvación eterna y la salvación de los cuerpos con la salvación de las almas.
Esperanza natural y virtud teologal
No podemos olvidar que la Iglesia Católica ha elevado la esperanza (entendida como el estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desee, según la RAE), a una virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. Catecismo de la Iglesia (n.1817)
La esperanza como virtud teologal significa que hay que trabajar por las esperanzas históricas: paz, ecología, justicia, desaparición de la pobreza etc. y por ello, estamos obligados a colaborar en la consecución de las mismas y evitar espiritualismos que renuncien a la transformación de este mundo.
Pero no es suficiente la esperanza en los bienes y deseos antes citados ni un activismo meramente terrenal. Así lo señala el Vaticano II al afirmar que: “Cuando faltan ese fundamento y la esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede- y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación" Gaudium et Spes, n. 21.
Ya dijimos, en el artículo citado, que nuestra esperanza no solo está en el futuro, sino en el pasado, en nuestro origen. Una esperanza sin fundamento es una desesperación, un autoengaño. Nuestro punto de partida, es el que nos sostiene: fuimos creados y redimidos por amor. Con amor eterno nos amó (Jeremías 31,3) y desde el vientre materno nos amó y nos llamó (Isaías 49).
Ahora bien, a pesar de tener tan profundos motivos para la esperanza, el ser humano, herido por el pecado siente “la desesperación de la debilidad” (Kierkegaard) y es acechado por dos tentaciones, como nos recuerda el la Iglesia (Catecismo 2091 y ss.)
Tentaciones contra la esperanza
Por un lado, está la desesperación, que no es un estado de ánimo pasajero, sino una decisión de voluntad por la que se niega el anhelo de alcanzar la plenitud en la otra vida. A ello acompaña una falta de humildad para aceptar la propia finitud y la misericordia divina. Lo curioso es que esta desesperación a veces se oculta en un activismo incesante volcado en las esperanzas temporales.
Sin embargo, en estos tiempos “líquidos” y poco teológicos, creo que la tentación que más predomina es la presunción, que tiene un cierto carácter cómico frente al carácter dramático de la desesperación. Nos induce a creer que el cielo ya está ganado. En palabras de San Agustín, es “una perversa seguridad”. La presunción tiene dos versiones. Por un lado, los que creen que el cielo se conquista a pulso y bastan las propias fuerzas humanas para ganarlo. En esto consiste el pelagianismo, una herejía ya vieja pero siempre actual.
La otra versión, quizá la más extensa en los cristianos actuales – en cierto sentido contagiados del protestantismo- es el espiritualismo, según la cual, para salvarse, sólo se necesitan los méritos de Cristo. Ello supone, en cierto sentido, olvidar la libertad y la consiguiente responsabilidad del ser humano. Además de un error, muchas veces la confianza presuntuosa en la misericordia divina puede inducir a la banalización del mal. Constituye un pecado muy grave puesto que el temor de Dios, que es un don del Espíritu Santo, consiste en el reconocimiento humilde de la grandeza del Creador y, en consecuencia, evitar el pecado y cuanto le ofenda. En este sentido, dice el salmista: “Esperan en el Señor los que le temen” (Salmo 113,11).
En resumen: la esperanza, como el amor, es uno de los primeros y más simples ingredientes de la vida humana. Es tarea propia de cualquier persona de bien, pero especialmente de los cristianos, generar esperanza allá donde nos encontremos y contagiarla, sobre todo, a través del ejemplo. Recordaba un cardenal francés que “La única Biblia que leen los llamados alejados, es la vida de los cristianos”.
El mejor tiempo posible para vivir
Todos los tiempos han sido difíciles, pero el que nos ha tocado vivir es, para nosotros, el mejor tiempo posible porque es aquél en el que Dios nos ha puesto para que ayudemos a mejorarlo. Así lo expresó Benedicto XVI, en la JMJ de Madrid: “No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la tierra. Os invito a pedir a Dios que os ayude a descubrir vuestra vocación en la sociedad y en la Iglesia y a perseverar en ella con alegría y fidelidad.”
La esperanza cristiana, no engaña ni defrauda, “Spes non confundit” dice la bula del Jubileo. La esperanza cristiana traspasa la barrera de este mundo: el Dios que nos creó y que desde la eternidad nos amó, nos espera para darnos el abrazo eterno en la otra vida. La esperanza cristiana, está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino (Rom. 8, 35) y por ello nos mantiene alegres como el mismo San Pablo nos dice un poco más adelante (Rom. 12).