Ocio ¿para qué?
La pérdida del sentido del ocio puede conducir a una nueva esclavitud. No basta tener tiempo libre para ser libre: podemos caer en una dependencia del consumo de entretenimiento, de los poderes del ocio que se han convertido, paradójicamente, en uno de los mayores negocios.

Ocio, contemplación de arte y naturaleza
En estos días, la reducción de la jornada laboral es uno de los temas más debatidos. No entraré sobre las ventajas o inconvenientes de la misma, ni de sus consecuencias económicas, sociales y laborales. Expertos en la materia nos están ilustrando con sus reflexiones. Sí me corresponde hacer una reflexión antropológica y educativa sobre una de sus consecuencias tras haber dedicado dos artículos anteriores al trabajo.
En síntesis, decíamos que el trabajo es una necesidad humana que tiene una vertiente de fatiga, pero también tiene otras de realización personal, generación de riqueza, creación de nuevas realidades y, para los cristianos, una tarea de corredención y santificación.
En cualquier caso, el trabajo es un medio y no un fin. Vivir para trabajar es una de las muchas perversiones que tiene el trabajo.
Desde que el hombre existe, cuando su única ocupación ya no era comer y evitar ser comido, el tiempo libre ha sido un afán constante. “Estamos no ociosos para tener ocio”, dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco. Para los griegos, el ocio era el tiempo que el hombre libre tenía para sí y lo que le hacía semejante a los dioses, quienes les habían concedido a los hombres las fiestas para alivio de las fatigas propias del trabajo (Platón).
A título de ejemplo, los romanos tenían 132 días festivos. En la sociedad preindustrial había unos 50 días de fiestas religiosas, además de la fiesta semanal dominical, lo que venía a ser la semana de cinco días. Estas fiestas preparaban a los hombres para usar el ocio con sentido, potenciando el encuentro familiar, social y religioso. No en vano, todos esos días de fiesta y descanso tenían un origen religioso que le daban sentido a las fiestas.
La pérdida del sentido del ocio puede conducir a una nueva esclavitud. No basta tener tiempo libre para ser libre: podemos caer en una dependencia del consumo de entretenimiento, de los poderes del ocio que se han convertido paradójicamente en uno de los mayores negocios.
Sin un sentido del ocio, la simple y permanente diversión acaba aburriendo -¡no hay cuerpo que aguante!-, primer síntoma de una existencia fallida. Charles Baudelaire se atrevió a decir que “hay que trabajar, si no por gusto de ello, por desesperación, pues en último término, el trabajo es menos aburrido que el placer”. En una obra de teatro más reciente, El Misterio de Obanos, se llega a decir: “La delicia del descanso, sin cansancio no es delicia”.
Quizá una de las tareas más importantes es “reaprender a vivir”, recuperar el sentido del trabajo, pero más importante aún es llenar de sentido el ocio, ese tiempo libre que el hombre posee para sí y en el cual se enriquece humana y espiritualmente. Sacar el máximo partido al ocio es una tarea, quizá más necesaria que nunca en estos momentos en que conviven la reducción del trabajo con la asunción de obligaciones y dependencias.
El ocio es el tiempo en que mayor crecimiento y enriquecimiento interior puede tener el ser humano; es el momento de cuidar el cuerpo a través del descanso o el ejercicio, pero sobre todo la ocasión más propicia para poder encontrarse consigo mismo, tarea muchas veces ardua y casi imposible en la sociedad actual por diversas causas, entre otras por las prisas, el exceso de ruido y la falta de conocimiento y aceptación de uno mismo.
El ocio es el momento de contemplación, el saber más profundo y gozoso que tiene el ser humano. Un saber amoroso y desinteresado por el cual podemos conocer y disfrutar del mundo que nos rodea, especialmente la naturaleza en todo su esplendor, tanto en los pequeños detalles como en la inmensidad de mar o las montañas. También para contemplar las maravillosas creaciones del ser humano en sus diversas manifestaciones artísticas, para poder encontrarnos con lo mejor de los mejores. Quizá nunca fue tan fácil poder contemplar, por ejemplo, una catedral, un cuadro o una sinfonía clásica, pero tal vez nunca estuvimos tan escaso de tiempo y de sensibilidad para ello.
El ocio es el tiempo más oportuno e idóneo para el encuentro con los demás, especialmente con la familia y los seres queridos. Una ocasión para no dejar pendientes muchas conversaciones que por falta de tiempo quizá dejemos para cuando ya no es posible recuperarlas. Tiempo para cultivar la amistad, algo que, sobre todo en las grandes ciudades, cada vez cuesta más. Es el momento de “perder tiempo con las amistades y no perder amistades con el tiempo”
Y, por último, pero no menos importante, el ocio es el tiempo más adecuado para, libres de ataduras y preocupaciones, encontrarse con Dios. Ya hemos señalado el origen religioso de todas las fiestas como demuestra la historia de las religiones. En el cristianismo, tanto en la Antigua como en la Nueva Alianza, el trabajo diario y la semana adquieren un sentido vertical que conduce al día del Señor, el tiempo más adecuado y propicio para el encuentro con uno mismo y con Dios.
La nueva paganización en la que estamos inmersos hace difícil captar ese sentido, de ahí, en parte, la anestesia, cuando no el hastío que produce el ocio convertido en consumo de un nuevo negocio.