La discriminación de Dios
En el fondo es de lo que se trata, y no conviene engañarse. Manifestarlo
públicamente puede parecer una temeridad, poco o nada acorde con el descreído
discurso ambiente en el que nos movemos, donde mentar a Dios es una
excentricidad de mal gusto, una paranoia mojigata y provocadora digna de la
peor lástima. Pero, aunque pueda acarrearnos el insulto o el desprecio, o
incluso la censura de los que se tienen por tolerantes, es hoy más necesario
que nunca denunciar una situación insostenible. Dios existe, y es una realidad
personal para unos cuantos millones de ciudadanos, que sabemos de su presencia
y escuchamos su voz, y que día a día constatamos en su providencia lo que
significa el verdadero progreso, ése que tiene su todavía revolucionaria raíz
en el amor. Ciudadanos que nos sentimos mil veces vejados por actuaciones
políticas y mediáticas muy concretas y muy conscientes, que están en la mente
de quien quiera que lea estas líneas, y cuyo objetivo último –¡fuera máscaras!
– es el olvido de Dios.
¿A qué se debe todo ello? Uno puede tener sus
sospechas, pero cuesta admitir tanto despecho, tanto rencor, tanta inquina.
Temas tan cruciales y actuales como los relacionados con la educación, con la
reproducción asistida, con la defensa de la vida, con la exaltación de lo
homosexual, o con la mismísima Constitución europea, etc., son tratados desde
esa premisa e ilusión inmanente. Dios ya no pinta nada, arrinconado en su
eternidad inasible. Y lo peor de todo es que la mayoría de los que nos
confesamos cristianos permitimos que así sea, sin pensar en las graves
consecuencias que dichos actos puedan tener, confiando en que tarde o temprano
escampará. ¿Qué creencia es ésta que permite una actitud tan tibia, tan
cobarde, donde el compromiso parece ser algo que afecta sólo a los demás? Si
los cristianos nos creyéramos de verdad que somos hijos de Dios doy por sentado
que nada sería igual.
Desde hace tiempo una intensa bruma laicista tiñe,
en su peligroso difumino, el paisaje social español. Nuestra sociedad, tan
postmoderna y cibernauta ella, tan autosuficiente como engreída, pero a la vez
tan pacata, anda cada vez más embebida en el falso prestigio de lo amoral, de
lo cutre, o de lo exclusivamente material, todo ello englobado en esa especie
de espiritismo político que llaman sociedad del bienestar. La Iglesia Católica
lo viene advirtiendo una y otra vez, sin apenas eco. Es más, ella misma –y todo
lo que representa– afronta un ataque sin paliativos, y el más constante de los
ninguneos. Desde fuera, pero también desde su interior. Ejemplos no faltan.
Insultarla impunemente es ya una arraigada costumbre en ciertos políticos e
intelectuales de relumbrón, que buscan con dichos fuegos de artificio el
escándalo de una publicidad gratuita. No permitamos por más tiempo esta
discriminación de Dios. Entre otras cosas anda en juego la identidad cristiana
de la vieja Europa. Y con ello nuestra propia libertad.