Motivos para creer
Veamos. Uno cree en pocas cosas.
Las necesarias
para que vida y conciencia no den respingos,
o sufran colapsos de impotencia.
Creer, lo que se dice creer,
sólo creo en Dios.
Es el principio de todo lo demás.
Y el fin. Es el sustento
del ser - causa incausada -
en la bienaventuranza de mis anhelos y lecturas.
Dios es mi cumpleaños cada día.
El que me regala el amor de mi familia,
la santidad de la belleza, o la memoria
que me recuerda en todo su presencia.
Mirad lo que os digo: Dios es
mi literatura. La que leo en todos los libros,
y la que brilla en mi biblioteca.
Porque no puede ser de otra manera.
No es cosa mía, ni vuestra.
No es obsesión, o querer ver donde no hay.
Es que Él está ahí.
Y no hay texto que no tenga un resquicio
por donde asome el alma.
¿Motivos para creer?
Yo los tengo colmados de olas y alas.
De versos y besos. De ojos y hojas.
En cada mirada adivino el Paraíso.
Y me detengo para hacerle a Dios
una fotografía, que después revelo a solas.
Y escribo como si estuviera en misa.
Y todo se transubstancia en maravilla.
¿Exceso pío esto que digo?
Pero es que la vida es una certeza pía.
O incluso la duda, cuando se tercia.
El amor no tiene límites
en su expresión, es la vanguardia
de la civilización y del arte.
Y de eso se trata. De ir aprendiendo
a perder la vergüenza. Con oración e inspiración.
Con esa cadencia del corazón
que va más allá del carpe diem y de la pereza.