Si mañana perdiera la memoria, ¿Quién tendría derecho a decirme quién soy?
Últimamente en Instagram me topo con un rell que dice: “Si perdieras la memoria, ¿a quién elegirías que te contara quién eras?” Una pregunta que hiere y provoca, pero también invita a reflexionar sobre identidad y verdad.

Amnesia
Últimamente, mientras hago scroll automático en Instagram —ese ejercicio espiritual moderno que consiste en no pensar demasiado—, me aparece una pregunta que se repite como un martillo suave pero insistente:
“Si perdieras la memoria, ¿a quién elegirías para que te contara quién eras?”
Y, claro, una sonríe. Luego deja de sonreír. Y después piensa: wow. Porque no es una pregunta inocente. Es una pregunta que, sin pedir permiso, te coloca frente al espejo… y te lo rompe un poco.
Mi primera reacción fue práctica. A alguien que me quiera, pensé. Segunda reacción: a alguien que me conozca. Tercera reacción: a alguien que diga la verdad. Y ahí empezó el problema. Porque esas tres personas no siempre coinciden en el mismo cuerpo.
Elegir a alguien que te quiera es peligroso. El amor edita. Suaviza. Omite. De repente, la versión de ti que recibiría esa amnésica recién estrenada sería una mezcla entre una nota de despedida y un discurso de boda. Muy bonito. Muy poco útil.
Elegir a alguien que te conozca tampoco garantiza nada. Conocerse no implica entenderse, y entenderse no implica haber mirado con honestidad. Además, cada uno nos conoce desde un ángulo distinto. Somos personas fragmentadas en la memoria de los demás. Nadie tiene el archivo completo.
Y elegir a alguien que diga la verdad… bueno. ¿Cuál verdad?
Imaginemos la escena. Yo, sin memoria, sentada frente a alguien que ha aceptado la noble misión de explicarme quién soy.
—“Bueno, eras intensa.”
¿Intensa cómo? ¿Apasionada o turra? ¿Profunda o agotadora? Porque para una amnésica, cada adjetivo es una sentencia sin derecho a réplica.
Ahí es donde la pregunta se vuelve brutal. Porque no solo interroga sobre quién nos conoce mejor, sino sobre qué versión de nosotros ha sobrevivido en los demás. ¿La que cuida? ¿La que hiere sin querer? ¿La que llega tarde? ¿La que escucha? ¿La que huye? ¿La que ama bien? ¿O la que se esfuerza y no siempre lo logra? ¿La que habla mucho? ¿La que no habla si está enfadada?
Lo irónico es que creemos tener control sobre nuestra identidad. Nos construimos con mimo, con relato, con coherencia aparente. Pero basta imaginar una amnesia para descubrir que, en realidad, somos lo que otros recuerdan cuando ya no estamos para corregir.
Y eso da vértigo.
Porque puede que elijan a alguien que nos redujo a una etapa. A un error. A un defecto. O, peor aún, a una versión edulcorada que no se parece en nada a la verdad. Y yo amnésica —pobre— tendría que reconstruirme a partir de un relato ajeno, incompleto y probablemente injusto.
Aquí aparece, casi sin avisar, la dimensión espiritual del asunto. Porque si nuestra identidad dependiera solo de la memoria de los otros, estaríamos perdidos. Muy perdidos. La fe cristiana siempre ha intuido algo decisivo: hay alguien que nos conoce sin deformarnos. Alguien que no nos reduce ni nos idealiza. Alguien que recuerda incluso lo que nosotros hemos olvidado de nosotros mismos.
Quizá por eso la pregunta de Instagram inquieta tanto. Porque revela una sospecha incómoda: vivimos narrándonos, pero no sabemos del todo qué historia quedará cuando ya no podamos hablar.
Así que, si algún día pierdo la memoria, tengo una petición humilde. No me devolváis demasiado rápido. Dejadme el desconcierto. Permitidme empezar con el silencio. Porque tal vez, antes de saber quién fui según los demás, necesite descubrir quién soy cuando nadie me define.
Y si hay que elegir a alguien que me cuente quién era… que tenga sentido del humor. Mucho. Que le guste el vino. Y un mínimo de misericordia. Porque para una amnésica recién estrenada, la verdad sin caridad sería un golpe demasiado profundo.