Religión en Libertad

La Navidad que no vi venir

Una mirada irónica a una juventud rebelde y un testimonio honesto sobre la Navidad que, entre dolor y gracia, se convirtió en el milagro que ordenó el corazón y devolvió el sentido.

En una sociedad consumista y descristianizada urge recuperar el Adviento y la Navidad, dotándoles de todo su sentido.

En una sociedad consumista y descristianizada urge recuperar el Adviento y la Navidad, dotándoles de todo su sentido.

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Hay etapas de la vida que una preferiría conservar en el cajón de “cosas que jamás contaré en público”. Pero, siendo honestos, casi todos hemos pasado por esa fase en la que una cree que la rebeldía es un talento natural y que el mundo entero debe agradecerte la originalidad. En mi caso, la adolescencia fue un cóctel estético y espiritual francamente cuestionable: una mezcla entre hippie trasnochada, skater sin tablas suficientes y filósofa de cafetería, convencida de que alejarse de la Iglesia era parte del “pack completo” del espíritu libre.

La Navidad, además, me daba una pereza monumental. A mis 17 años estaba ocupadísima en actividades cruciales para la humanidad como encerrarme en mi cuarto con música incomprensible, opinar sin saber y salir más que entrar. El Belén, los villancicos y la Misa del Gallo, por supuesto, estaban fuera de mi sofisticado proyecto vital de memez adolescente.

Pero la vida —y Dios, que tiene mejor sentido del humor que yo— se encargan de reajustar prioridades. Y lo hacen sin pedir permiso.

Hoy, muchos años después de aquella época en la que literalmente confundía libertad con hacer el idiota, ayer domingo mientras daba catequesis a los niños de mi parroquia —o mejor dicho, mientras ellos me daban catequesis a mí— comprendí algo sencillo y a la vez enorme. Hablábamos del Adviento, de la espera, de preparar el corazón, y en cuestión de segundos la clase se convirtió en una pequeña jarana navideña. Ese caos precioso que solo los niños pueden organizar sin perder la devoción.

Y allí, entre preguntas, risas, dibujos del portal de Belén y esa fe ingenua que todavía no tiene miedo de creer, me vino como un fogonazo algo que pocas veces verbalizo: contra todo pronóstico, la Navidad que más me transformó fue también la más difícil. Fue aquella en la que perdí. Aquella Navidad que llegó con un dolor nuevo, profundo, inmenso… pero también con una paz insólita, serena, casi inexplicable. Un dolor que se cocinó a fuego lento y que, misteriosamente, no destruyó nada: reveló todo.

Tal vez es mejor reconocerlo en voz alta: Dios siempre nos da más porque sabe que podemos más. Y ahora, mirando hacia atrás, caigo en la cuenta de algo que entonces no entendía. Antes de aquella Navidad —la más dura, pero también la más bella— yo ya había vuelto al redil desde hacía tiempo, y no precisamente de puntillas: entré por la puerta grande, con una fe recuperada, agradecida, trabajando para mi Iglesia recorriendo el mundo. Y aun así, Dios quiso regalarme más. En esa Navidad en la que, contra todo pronóstico, pensé que no podría sentir nada, fue cuando Le sentí más que nunca. Porque así obra Él: cuando creemos que llegamos rotos, Él llega completo.

Y fue entonces cuando lo entendí.

Esa fue mi milagro de Navidad.

Desde entonces, todas las Navidades tienen para mí un brillo distinto. adoro la Navidad. Adoro estar con mi familia, adoro discutir con ellos —con cariño, pero discutir—, adoro ver la misma película cada 25 por la tarde aunque todos juremos que este año veremos otra. Adoro el ruido, el desorden, las luces, las sobremesas eternas, todo.

Pero sobre todo adoro lo que celebramos.

Que un Rey —el Rey— decidió hacerse el más pequeño de los pequeños. Que la Omnipotencia eligió hacerse vulnerable. Que el Creador del universo se colocó en un pesebre, sin filtro, sin maquillaje, sin estrategias de comunicación. Que vino para habitar en nuestros corazones, incluso en los más despistados, contradictorios… como el mío a los 17.

Adviento, al final, es esto:

La certeza de que Dios viene.

No porque lo merezcamos, sino porque nos ama.

No porque estemos listos, sino porque nos necesita cerca.

Es la pedagogía divina que convierte un establo en templo, una pérdida en regalo, un caos infantil en catequesis pura, y una adolescencia absurda en testimonio de que nadie está tan lejos como para que Dios no pueda alcanzarlo.

Navidad es el recordatorio anual de que la salvación siempre entra en nuestra vida como un niño, pequeño, dulce, silencioso, inesperado. Y que si nos dejamos sorprender, siempre trae consigo un milagro.

Quizá por eso, hoy, mientras los niños de catequesis cantaban villancicos desafinados y felices, yo comprendí que la Navidad que un día me quebró es la misma que me reconstruyó. Que el dolor puede ser un portal y la esperanza, una cuna. Y que Dios, en su infinita delicadeza, sigue naciendo donde uno menos se lo espera.

Incluso en el corazón de aquella adolescente que pensaba que sabía mucho… y que hoy sabe que todo comienza cuando dejamos espacio para un Niño que quiere nacer en nosotros.

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