Religión en Libertad

La “cancel culture”, una nueva inquisición sin Dios, sin razón y sin humor

En plena era del “click”, donde cualquier opinión puede arder en hogueras digitales sin inquisidores pero con mucho ruido, la fe cristiana observa preocupada —y algo divertida— cómo la “cancel culture” intenta reescribir la moral a golpe de tecla y sin pizca de autocrítica.

Cancel cultura, la nueva inquisición.

Cancel cultura, la nueva inquisición.Foto de Markus Winkler en

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Vivimos en una época extraordinaria, casi prodigiosa, en la que la humanidad ha logrado por fin sustituir siglos de pensamiento, debate y moral por una herramienta mucho más sofisticada: la indignación instantánea. La llamada "cancel culture" —esa brillante innovación sociocultural surgida del matrimonio entre el narcisismo digital y la impaciencia intelectual— ha conseguido lo que ni los imperios ni las revoluciones habían logrado: implantar un tribunal moral que juzga sin escuchar, sentencia sin pruebas y se disuelve sin responsabilidad alguna en cuanto aparece un escándalo más jugoso.

Que Aristóteles no levante la cabeza desde su tumba, porque la pobre criatura entraría en shock.

El fenómeno, presentado con solemnidad como un progreso ético, tiene en realidad la consistencia filosófica de una tormenta en un vaso de plástico. Su dinámica es simple: se detecta una frase que no encaja con la sensibilidad del día —nunca con una doctrina, porque eso exigiría leer—, se convoca a la multitud digital y se procede a la ejecución pública del infractor. El verdugo lleva sudadera, el cadalso es virtual y la multitud, por supuesto, aplaude desde el sofá.

El análisis moral podría detenerse aquí, pero conviene subrayar un detalle delicioso: esta cultura, que presume de ser inclusiva, plural y dialogante, ha logrado desterrar tres nociones que la civilización occidental consideraba fundamentales: verdad, contexto y perdón. Todo aquello que durante milenios intentamos comprender con paciencia —desde Agustín a Tomás, desde Teresa de Ávila a John Henry Newman— ha sido reemplazado por el infalible decreto del trending topic.

Frente a esta revolución de plástico, la tradición cristiana aparece casi como una extravagancia intelectual. Imagina uno lo subversivo que debe resultar hoy defender que el ser humano no es la suma de sus errores, que existe tal cosa como la conversión interior o que la dignidad no se volatiliza por un desliz verbal. ¡Qué escándalo! ¡Qué audacia irracional! En el fondo, es comprensible que la "cancel culture" recele de la Iglesia: es muy difícil competir con una institución que lleva  dos mil años diciendo que el ser humano tiene un valor intrínseco, mientras tú decides cada quince minutos quién merece existir socialmente y quién no.

Por si fuera poco, la Iglesia posee algo especialmente irritante para el moralismo digital: memoria histórica. La "cancel culture" vive del presente eterno, de la indignación que caduca cada seis horas, de la necesidad de señalar culpables nuevos para sentirse viva. El cristianismo, en cambio, insiste en ese incómodo ejercicio de recordar que la justicia no se improvisa y que la misericordia es superior a la venganza, aunque se disfrace de progreso.

El humor ácido alcanza su punto culminante cuando observamos que quienes acusan al cristiano de dogmático lo hacen con la solemnidad de quien sostiene el dogma más rígido de todos: “o piensas como yo o desapareces”. Y, por supuesto, sin la menor autocrítica, porque la autocrítica no genera visitas.

La ironía final es esta: los mismos que presumen de haber superado la moral cristiana han inventado un puritanismo más feroz que cualquier manual antiguo, con la salvedad de que carece de sacramentos, de filosofía y, por supuesto, de esperanza. Un puritanismo sin Dios, sin belleza y sin salvación, que cancela pero no redime, que juzga pero no comprende, que destruye pero no sabe proponer nada comparable al misterio de la gracia.

Así que, en este escenario tan refinado, quizá lo más revolucionario sea permanecer cristiano: es decir, libre. Libre para pensar sin miedo, para hablar sin temblar, para equivocarse sin desaparecer. Libre para no arrodillarse ante el veredicto volátil de una masa con WiFi. Libre para seguir creyendo en algo tan provocador como que la verdad existe y la persona vale más que sus errores.

La "cancel culture" pasará —como pasan las modas, los hashtags y los apocalipsis domésticos—, pero el anhelo humano de sentido, verdad y misericordia seguirá ahí, inmutable, esperando. Y, mientras tanto, no deja de resultar enternecedor el esfuerzo de algunos por reinventar la moral sin darse cuenta de que, sin perdón, solo han creado una guillotina portátil con acceso a redes sociales.

Así que sigan afilando hashtags y linchando en redes, celebren sus victorias efímeras, pero recuerden: la verdad, la dignidad y la fe siguen ahí, incómodas e inamovibles. Mientras ustedes debaten memes, algunos seguimos creyendo que la gracia y la misericordia no se cancelan, ni se tuitean, ni dependen de la opinión del momento.

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