Los ricos y poderosos no tienen patria: una mirada cristiana a la desigualdad.
Cuando dejamos de sentir la injusticia como una ofensa a la dignidad humana, hemos perdido la brújula. Y una sociedad sin brújula moral tarde o temprano deja de ser sociedad.

Distancia
Vivimos en un mundo donde la concentración de riqueza y poder ha creado una élite que ya no pertenece a ningún lugar, ni a ninguna comunidad. Una clase que habita en aeropuertos, paraísos fiscales y ciudades globales, pero no en la realidad cotidiana de la gente común. Mientras tanto, las desigualdades se profundizan y la humanidad se resquebraja. Desde la tradición social de la Iglesia, esta reflexión busca denunciar esa ruptura moral y proponer recuperar una patria común fundada en la dignidad, la justicia y el Evangelio.
La frase “los ricos y poderosos no tienen patria” no es un eslogan ideológico, sino una constatación histórica. Quien lo tiene todo deja de pertenecer a algún sitio, porque no necesita el suelo que pisa. La patria, en cambio, es siempre un “nosotros”: una lengua compartida, unas heridas compartidas, unas esperanzas compartidas. Los privilegiados del mundo moderno han roto ese vínculo. Su seguridad depende del capital, no de la comunidad; su identidad se construye desde el lujo, no desde la tierra; y su futuro se planifica en clave individual, nunca común. Esa desarraigada forma de vida produce una sociedad sin hogar moral.
La desigualdad que contemplamos no es solo económica: es antropológica. Cuando una minoría vive en burbujas donde todo es posible, el resto queda condenado a sobrevivir en un mundo donde todo cuesta. El resultado es una fractura silenciosa y devastadora: por un lado, los que pueden comprar respuestas; por el otro, los que solo pueden hacerse preguntas. Esta distancia rompe la convivencia, pero también rompe el alma. Porque donde no hay encuentro, no hay humanidad.
La Iglesia lleva décadas advirtiendo de este peligro. Desde Rerum Novarum hasta Fratelli tutti, la Doctrina Social ha repetido incansablemente que la riqueza sin responsabilidad social es una forma de injusticia estructural. No basta con que algunos acumulen y repartan limosnas de vez en cuando. La justicia exige participación, comunidad y límites éticos al poder económico. La propiedad privada sí es un derecho, pero siempre subordinado al destino universal de los bienes. Cuando este orden se invierte, la sociedad se convierte en un desierto espiritual.
Lo que vemos hoy es la consecuencia lógica de haber convertido al mercado en una religión y al éxito en un dogma. Se educa a los jóvenes para competir, no para dar; para destacar, no para servir; para ganar, no para convivir. En esa lógica, la pobreza se interpreta como fracaso personal y la riqueza como mérito absoluto. Pero el Evangelio desmiente esta ficción: Dios nunca identifica valor con rentabilidad, ni éxito con dignidad. La parábola del rico insensato sigue siendo incómodamente actual.
El mayor drama es que la deshumanización se normaliza. Se acepta como inevitable que unos vivan en la abundancia obscena y otros en la precariedad permanente. Sin embargo, la verdadera catástrofe no es económica: es moral. Cuando dejamos de sentir la injusticia como ofensa a la dignidad humana, hemos perdido la brújula. Y sin brújula, ninguna sociedad puede sobrevivir.
Frente a esta deriva, el cristianismo no propone un programa político, sino un cambio de mirada. Una mirada capaz de reconocer que la patria verdadera no es la que figura en el pasaporte, sino la que se construye cuando cada persona es tratada como hermano. Que la riqueza solo es legítima cuando se convierte en servicio. Y que quien vive únicamente para sí mismo, aunque posea el mundo entero, termina sin pertenecer a ningún sitio.
La alternativa existe, y es profundamente revolucionaria: recuperar la idea de comunidad. Volver a entender que nadie se salva solo, ni espiritual ni socialmente. Reivindicar la justicia no como ideología, sino como expresión del amor al prójimo. Poner límites al poder que deshumaniza y devolver el centro a la dignidad que humaniza. Construir una sociedad donde nadie tenga tanto como para no necesitar a los demás ni tan poco como para no ser reconocido como hermano.
En un tiempo en el que los poderosos viven sin patria, los cristianos estamos llamados a recordarle al mundo que la verdadera patria es cada persona. Y que solo cuando recuperemos esa verdad olvidada volverá la esperanza a tener un lugar donde descansar.