Religión en Libertad

La procesión de las mochilas

En medio del caos, entre uniformes arrugados y rezos improvisados, descubro que también ahí habita Dios… y que quizá la santidad se mide en paciencia, no en milagros.

Volvemos al cole

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Bienaventurados los que sobreviven a la vuelta al cole, porque de ellos será el reino del silencio matutino. Yo soy una de esas peregrinas. Los calcetines escolares desaparecen como Houdini, y las mochilas pesan como si llevaran dentro las Tablas de la Ley… en edición de 12 tomos ilustrados.

El primer día de clases es como una liturgia doméstica. Suena el despertador a las seis de la mañana, y yo pienso: “Señor, sé que quieres que sea santa, ¿pero esto no te parece demasiado?”. Café en mano, intento organizar el ejército: uniformes, meriendas, zapatos. Pero claro, siempre hay un zapato desaparecido. No los pierde el niño, no. ¡Los roba el fantasma de los objetos perdidos!

El desayuno como penitencia

En mi cocina se libra la primera batalla. Uno pide cereales, otro quiere pan, y el pequeño decide que hoy solo desayuna aire. Yo pienso en San Francisco de Sales, que decía: “La perfección no consiste en cosas extraordinarias, sino en hacer las ordinarias con perfección”. Bien, pues yo intento aplicar eso a cortar un sándwich mientras el niño llora porque el pan no tiene la forma correcta de dinosaurio. Perfecta paciencia, imperfecto pan.

Camino de colegio, camino de cruz

La procesión hacia el cole, parece un Vía Crucis con mochilas. Los niños protestan, yo cargo termos y mochilas como si fuera un burro de Belén. Al llegar al coche, me siento como Moisés abriendo el Mar Rojo, pero en versión moderna: abrir paso entre tráfico, claxon y padres con cara de “perdí la paz del Señor a las 7:15”.

El Papa Francisco decía que “la alegría del Evangelio debe impregnar todas las dimensiones de nuestra vida”. Yo lo traduzco: incluso en la fila del colegio, donde el niño anuncia que olvidó el cuaderno de matemáticas y yo pienso que la alegría del Evangelio va a necesitar un milagro multiplicador… pero de paciencia.

Deberes y deberes eternos

La vuelta al cole no termina en la puerta de entrada. ¡No! Resucita en la tarde con los deberes. Multiplicaciones, mapas conceptuales, manualidades imposibles. Mi casa se convierte en un taller clandestino de cartulinas y pegamento. Yo recuerdo entonces a Santa Teresa de Lisieux: “Dios se encuentra entre las ollas de la cocina”. Pues seguro también se encuentra entre los bolis mordidos y las tijeras sin filo.

El altar del caos escolar

Cuando finalmente caigo en el sofá, rodeada de mochilas abiertas, restos de galletas mordidas y uniformes arrugados, me acuerdo de lo que dice el Catecismo: el domingo es día de descanso y comunión con Dios y la familia. Pero en la vuelta al cole descubro que todos los días son un acto de comunión forzada con el caos… y que en medio de ese caos también está Dios.

Cada uniforme planchado, cada tarea revisada, cada sándwich medio decente es una oración encubierta, y como dice San Pablo a los Colosenses: “Todo cuanto hagan, háganlo de corazón, como para el Señor”. Así que, aunque a veces me siento más mártir que santa, sé que lo importante no es la perfección de mis acciones, sino el amor con que las hago.

Y ese amor, aunque agotado, sostiene mochilas, multiplica lápices y, de paso, me da fuerzas para la próxima mañana… cuando vuelva a sonar el despertador y empiece otra procesión de mochilas

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