Religión en Libertad

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A estas alturas de mi vida, un servidor de ustedes ha leído muchos libros. No suman los 10.000 que dicen que leyó Giuseppe Tomasi de Lampedusa -quien luego escribió solo uno: “El Gatopardo”. ¡Qué sabio Lampedusa!

Entre esos muchos, se encuentra una buena cantidad de libros religiosos. Textos católicos, en su mayoría. Textos de la Tradición Ortodoxa, también. Textos de santos y de santas. Ahora, pues, me sorprenden muy pocos libros, incluso los de santos y los de santas. De hecho, me aburren. Será que estoy cansado de que me hablen del vino y prefiero beber un buen vaso. Jesús no escribió nada. Lo sublime, pues, es seguir su ejemplo.

Dios, dice la Biblia, tiene sus delicias con los hijos de los hombres. Lo que viene a querer decir que juega, disfruta y es feliz con nosotros. Y, como buena madre, Dios solo es feliz si ve a sus hijos felices. Mi mujer, 45 años casados, y casi 50 juntos, dice eso: que solo es feliz si yo soy feliz, si sus hijos y nietos son felices, si la gente en general es feliz. Y ¿no nos quiere Dios infinitamente más que una madre? Incluso es muy probable que me quiera más que mi mujer… Entonces, Su amor hacia mí, de verdad, es inimaginable. Y Su alegría y la mía, ¿cómo será?

Entonces, ¿por qué tantísimo énfasis en el sufrimiento? A los católicos, laicos, curas, monjas, teólogos, a todos, parece que el mundo se les acaba el Viernes Santo. Como los apóstoles, olvidamos y no entendemos lo que dijo Jesús siempre que se refería a su Pasión: “…y al tercer día resucitará de entre los muertos”. No lo entendemos porque no lo vivimos, y no lo vivimos porque no se nos ofrece vivirlo: doctores tiene la Iglesia; pero Don Giussani diría que esa realidad solo es real si se concreta en una vivencia. El signo de la Resurrección deberíamos ser nosotros mismos, sin embargo nos quedamos pasmados, atontados, señalando a la muerte.

¿Vivimos, pues, la Resurrección?

No, y mil veces no. ¿Hace algo la Iglesia Católica para ayudarnos? Muy poco. Sí, 50 días después de la Pascua se prolonga una alegría teórica, “porque toca estar alegres”. ¿Alguien diría: comulgo el cuerpo de Cristo “porque toca comulgar”? ¿Me confieso “porque toca cumplir con la confesión”?

¿No me creen? ¿Cuántos millones de católicos se escandalizan, temen, tiemblan, desesperan ante el mal en el mundo? Es humano, me dirán. También es humano ayudar al prójimo sin tener fe, lo que sucede es que si ayudas al prójimo sin tener fe en Cristo Salvador, en cuanto empiezan a caer los bombazos y suenan los fusiles dejas a los pobres y huyes en el primer avión de la ONG. Los que se quedan son los curas y las monjas.

¿Hace algo la Iglesia Ortodoxa por ayudarnos? Sí, y mucho. Como son orientales, su concepto, su idea de la realidad divina está más cerca de la realidad divina que de la idea de la divinidad: Dios es omnipotente, eterno, infinito, omnisciente, Señor de señores y Dios de dioses. Es Dios. Dios es Dios. Y entonces sí: la alegría es plena, justificada, estimulante; una alegría que nos pacifica y nos colma de Bien. Porque Dios es Dios. Naturalmente, el día grande de la semana de Pasión es el Domingo de Resurrección. Y el día grande de la Navidad Ortodoxa es la Epifanía, porque ese Dios que va a resucitar es adorado como tal Dios en el Niño recién nacido. Adorado por reyes y señores, por todos los reinos y naciones de la Historia. Dios es Dios. Y como es Dios, Uno y Trino, los ortodoxos se santiguan con tres dedos, y nosotros con cinco, por las llagas de Jesucristo. La verdad, están muy bien las llagas, pero mi esperanza, mi anhelo y mi deseo inextinguible es vivir para siempre con Mi Señor en el Cielo. Es la Resurrección. Las llagas, al igual que las llamas a Santa Juana de Arco, me aterran.

Esta exagerada y obsesiva fijación en el dolor y el sufrimiento es, una vez más, muy humana y muy poco divina. Y así, resulta que el esfuerzo personal, la mortificación física y el combate espiritual tienen mucho predicamento entre los católicos que se creen buenos y santos. Y entre los santos y santas de verdad, claro. El buen Dios se ve obligado a dar a los santos ese capricho de creer que sus fuerzas, las de ellos, lo pueden todo, aunque de boquilla anden diciendo que es la Gracia y tal y cual. “Sin mí no podéis hacer nada” es lo único que no siguió al pie de la letra ni el bueno de San Francisco de Asís. “No se trata de querer ni de correr, sino de que Dios tenga misericordia”, reconoce el hiperactivo Pablo en su Carta a los Romanos.

Es obvio que la libertad humana rige nuestra voluntad, pero ¿en qué proporción?

Les pondré una comparación que habré leído en alguno de esos libros de los que hablaba al principio. Miren, el proceso de la caída del ser humano en el Edén y el proceso de la oración son idénticos y ambos divinos (el de la caída sería el reverso del segundo). Empecemos con la oración: lectio, meditatio, oratio. Morder la manzana es leer la Escritura; masticarla es la meditación; y digerirla y metabolizarla es la oración propiamente dicha. El acto libre de la voluntad es agarrar la manzana y dar el primer mordisco; el segundo y los siguientes ya son obra de la Gracia; no digamos la digestión, absorción de los nutrientes, expulsión de los desechos, etc. Es muy fácil darse cuenta de que la voluntad no tiene nada que ver con digerir -ni con respirar, ni con la función linfática, cardíaca, renal, etc-. Y es igualmente fácil comprobar que lo que produce beneficio corporal es, por tanto, independiente de la voluntad. Lo que produce beneficio espiritual es la oración y ahí, como decía Santa Teresita basta una mirada, un anhelo, un casi nada… Hacia y en Dios.

En la caída del hombre, se produce el mismo proceso: agarrar la manzana y morderla, acto tan libre como breve, desencadena un perjuicio corporal y espiritual absolutamente al margen de la voluntad de Adán y de Eva. Ha bastado una pequeña acción para caer…Fuera y al margen de Dios.

Una conclusión de lo que acabo de escribir es que todo es don, regalo, Gracia. Incluso el primer movimiento -de petición- y, sin duda, los siguientes: desde “el minuto heroico” al ayuno total durante 20 años de San Nicolás de Flue, quien solo tomaba como alimento la Santísima Forma Eucarística. Pero, nuestro ego necesita sentir que hace algo, que puede pagar con amor el Amor infinito de Dios Hijo. ¿Estamos locos? Una criatura, un soplo, hierba que se lleva el viento ¿pretender equipararse al Todopoderoso y pagarle el amor? “Quien quisiera comprar el amor se haría despreciable”, dice la Escritura. ¡Qué soberbia la del ser humano! Nos es imposible soportar la carga de la gratuidad. ¡Comercio diabólico en el Templo del Santo!

¿Se carga usted toda la ascética cristiana?

Sí, en tanto en cuanto obstaculice la unión con Dios y el amor al prójimo. No, en tanto en cuanto facilite la unión con Dios y el amor al prójimo. Ya saben aquello de que en el infierno hay vírgenes y ascetas pero no hay humildes. Vale decir, con palabras de Cristo, que en el Cielo hay publicanos y prostitutas, pero no hay fariseos.

Me ha quedado un poco largo. Otro día les hablaré más del sufrimiento y del ego bueno. El de verdad. El de la Cruz que, si es verdadera, se lleva tan mal, tan mal, que Jesús cayó 3 veces, bajo el peso de la suya. Y recuerden: al Cireneo le obligaron a ayudar, no le salió voluntariamente. Detalle que se olvida tanto como aquello de que Dios da el pan a sus amigos mientras duermen.

Paz y Bien.

Coda: Solo alguien tan virginalmente inocente como Santa Teresita, quien se ofreció como víctima al Amor Misericordioso por los pecadores y no calibró bien lo que hacía porque no era Dios, pudo decir con candorosa ingenuidad: “No sabía que se podía sufrir tanto.” Jesús, el gran inocente, tampoco calibró bien lo que se le venía encima. La oscuridad, la tiniebla, es el camino de la víctima. Un camino que siempre sorprenderá a los más santos por su diabólica crueldad. Por lo demás, qué bien quedamos con nosotros mismos si hacemos cosas… El Señor se ríe de buena gana y juega Él también. Solo entonces pueden surgir los franciscanos, o los jesuitas o puede impedirse que Austria caiga en manos comunistas en 1946, porque a los pequeños austríacos se les ocurrió balbucear el Santo Rosario. ¡Ay, si nos aceptáramos como niños! ¡Cuántos rictus de suficiencia pedante nos ahorraríamos! ¡Y qué poco correríamos tras nuestra fama!

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