Templo y contemplación

Presentación de Jesús en el templo.
Contemplar
En ocasiones, observamos en nuestra vida diaria diferentes realidades que nos sobrecogen. Entonces nos detenemos e iniciamos una mirada contemplativa sobre esa realidad. Contemplar etimológica y significativamente nos habla siempre de un templo y de un altar. Así se expresa el Padre de la Iglesia oriental San Gregorio Nacianceno (siglo IV): “Toda la tierra es un altar para el culto a Dios.”(Oratio 43, In laudem Basilii Magni). Así es también en una iglesia, un oratorio, al que asistimos para rezar: allí contemplamos al Señor en el sagrario, en la custodia, y, desde luego, en la Eucaristía. En el hogar, en lo escondido, contemplaremos al Señor desde nuestro corazón, que también es un templo intimísimo donde Dios está presente. La contemplación, entendida como mirada atenta y expectante hacia Dios, se despliega en muchos lugares y de muchas formas: litúrgicas, en oración, desde la misma poesía vital e interior que impregna nuestras suplicas y alabanzas. De hecho, para Hans Urs von Balthasar todo ha sido creado para ser entregado, ofrecido y glorificado en Cristo. Pero regresemos al tema que relaciona contemplación y templo.
La Escritura, a través de tres ámbitos que recorren la historia de la salvación, nos habla de tres capítulos de contemplación. Vamos, entonces, a repasar someramente algunos momentos recogidos en la Biblia para seguir avanzando en este tema en el que ligamos la contemplación a templos de distinta naturaleza.
Tres caminos de contemplación
Desde el Génesis, la creación se presenta como “buena” y transparente para el Creador: “Vio Dios que era bueno” (Gn 1,31). La creación habla de Dios, nos invita a contemplarlo en sus maravillas. Es motivo de alegría y de alabanza. Ante la belleza de la creación exultamos y bendecimos la obra de Dios. La contemplamos arrobados y sabedores de que estamos ante la gloria de su Autor. Aquí nos encontramos con elementos fundamentales de la teología natural: el hombre contempla el mundo y en él reconoce al Dios invisible.
Con Israel, Dios elige un pueblo y hace de él su morada. El Éxodo narra la construcción del tabernáculo (como una tienda móvil): “Me harán un santuario, y habitaré en medio de ellos” (Ex 25,8). Más tarde, Salomón construye el Templo de Jerusalén, donde se deposita el Arca de la Alianza: “Yo he santificado esta casa, que tú has edificado, para poner en ella mi Nombre para siempre” (1 Re 9,3). Aquí se desarrolla la teología revelada del templo y del culto, donde la contemplación se convierte en liturgia y alabanza comunitaria. Pero el templo no es el único lugar para adorar a Dios. El templo cristiano albergará a Jesús eucaristía.
Vayamos al siguiente nivel: en el corazón de cada uno, si lo buscamos, hallaremos un nuevo templo de Cristo. Con la encarnación, la presencia de Dios ya no se limita a un espacio arquitectónico sagrado. Jesús anuncia: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn 2,19), refiriéndose a su cuerpo. Él es el templo. San Pablo prolonga esta afirmación: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Nace así la teología de la inhabitación: el corazón como morada viva de Dios, donde la contemplación se hace diálogo interior. En nuestro corazón le encontramos y le contemplamos. Y también allí encontramos a su Corazón sagrado.
Primer templo
El primer “templo” es el mundo, la naturaleza misma. La belleza natural y la belleza del arte sea o no religioso. El hombre, antes de recibir la palabra revelada, puede elevarse a Dios por la contemplación de la creación y desde las creaciones de los hombres.
Josef Pieper lo subraya al situar el asombro, como lo hacen muchos otros autores entre ellos Platón y Aristóteles, en el origen de la filosofía: “La filosofía comienza en el asombro; y el asombro significa que el hombre reconoce que existe algo que no es él, que lo sobrepasa y que, sin embargo, lo invita a conocerlo y a amarlo” (Pieper, 1999, Las virtudes fundamentales). Simone Weil, en su obra La gravedad y la gracia (1995), señala que la belleza del mundo es ya una participación en lo divino: “El mundo es bello y bueno porque refleja un poco de la bondad de Dios. La belleza del mundo es el soplo del amor divino”. Aquí, insistimos, nos situamos en la teología natural: la contemplación del macrocosmos como signo del Creador. El asombro ante lo creado abre al hombre al reconocimiento de lo divino como don primero ante el cual solo cabe la gratitud y la alabanza.
Templo litúrgico.
La revelación bíblica da un paso más: Dios no solo habla a través de su presencia invisible en la visible creación, sino que elige un pueblo, le entrega su Ley y establece un culto. El templo de Jerusalén es signo de esta revelación, y la liturgia cristiana es la plenitud de esa promesa. Josef Pieper recuerda que la liturgia es el lugar propio de la contemplación comunitaria: “La liturgia no tiene finalidad alguna fuera de sí misma. Es puro juego en el mejor sentido, y en ese juego el hombre se hace verdaderamente libre” (Pieper, 2003, El ocio y la vida intelectual). El templo es un lugar privilegiado para esa contemplación / atención / oración. Pero no es el único lugar. En cualquier caso, aquí se sitúa la teología revelada: el templo y la liturgia como ámbitos donde Dios se hace presente y convoca a la comunidad a celebrar su misterio.
El corazón: teología de la inhabitación
Con Cristo, la contemplación alcanza su punto culminante. El nuevo templo es su propio cuerpo resucitado, y en Él, el creyente, descubre el templo del Espíritu. San Pablo lo expresa con fuerza: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). La mística carmelitana (que nos habla de un Dios que habita en el “centro del alma”) nos acerca de un modo privilegiado y de gran belleza a la teología de la inhabitación: santa Teresa y san Juan de la Cruz son los grandes iniciadores de este camino. Quizá en esta estela, no podemos afirmarlo concluyentemente, encontramos a Simone Weil que describe, desde el siglo XX, la espera desnuda que hace al alma que quiere recibir a Dios: “Esperar a Dios con la atención desnuda y vacía, eso es fe. El alma que está así vacía de sí misma se llena de Dios” (Weil, 1995, La gravedad y la gracia). Consecuentemente este tercer nivel es el de la teología cristiana de la inhabitación como hemos apuntado más arriba: el corazón humano como microcosmos habitado por Dios es un lugar de diálogo íntimo donde la contemplación se convierte en oración viva e itinerante en medio del mundo.
Tres templos que no se excluyen
Estos tres niveles de contemplación no se excluyen, sino que se reclaman mutuamente. El cosmos prepara al hombre para el templo; el templo conduce al corazón; y el corazón, habitado por Dios, devuelve al hombre la mirada nueva sobre la creación y sobre la liturgia.
La contemplación nos invita a ver un itinerario que recorre la historia de la salvación: se inicia en la teología natural que contempla a Dios en la creación, sigue en la teología revelada que lo celebra en el templo, y llega hasta la teología cristiana de la inhabitación, donde el Espíritu Santo mora en el corazón y lo convierte en morada viva de Cristo.
La familia (Iglesia doméstica) y la escuela deben educar en la contemplación paulatinamente empezando poraspectos muy sencillos para capacitar a niños (en el silencio y la atención) y alumnos en la tarea de contemplar a Dios.