La imaginación que nos conduce al bien

La imaginación debe ser bien aliemntada
Virtud más fácil y apetecible
Desear bien es una de las claves de la conducta ética. Hay que desear lo mejor, adherirse a aquello que nos atrae pues de suyo es atractivo y bello. El procedimiento no es el esfuerzo seco y áspero del deber (ajeno a las pasiones y los afectos), sino que el camino es gustar de lo bueno ya en el juicio moral y llevarlo a cabo con deleite. Y practicarlo como virtud hasta que esta virtud nos resulta cada vez más fácil y hasta apetecible porque se ha encarnado en nuestra unidad alma-cuerpo. Y este deseo se alimenta desde muchas instancias. Ahí la imaginación desempeña un papel vital en la educación del deseo porque actúa como el puente necesario entre la razón y la sensibilidad, entre el juicio moral y las pasiones. Educar el deseo no consiste simplemente en imponer normas externas o en reprimir impulsos espontáneos (ética del deber en Kant), sino en formar interiormente el modo en que una persona se representa a sí misma el bien en la imaginación. Es decir, no basta con saber qué es lo bueno: es necesario imaginarlo, visualizarlo, saborearlo interiormente para que ese bien no sea solo conocido, sino también amado, querido y buscado con gusto en la vida diaria. Lo mejor es hacer de la imaginación una capacidad moral, contar con una imaginación moral que maneja representaciones de lo que vale la pena
La imaginación como un motor de la conducta
El deseo humano, por su propia estructura, no se activa simplemente ante conceptos abstractos, en disquisiciones racionales. Se mueve —como bien sabían Aristóteles, Tomás de Aquino y Pascal— hacia imágenes vivas, hacia representaciones sensibles que hacen presente lo ausente y atractivo lo lejano. De ahí que la imaginación tenga una función configuradora: es decir, da forma a las representaciones internas del bien, a esas figuras internas que despiertan el apetito, mueven la voluntad y encarnan lo que deseamos alcanzar. Pascal, frente a una deliberación moral únicamente racional, nos regaló un pensamiento que resuena desde hace tres siglos en Occidente: “El corazón tiene razones que el la razón no conoce” (Pensées, en español, Pensamientos, escrita en el siglo XVII).
Deseo racional y deseo no racional
Pero el deseo dejado a su anchas no es tan autónomo ni resolutivo. Cuando una persona afirma: “sé que es bueno, pero no me apetece”, no se halla ante un conflicto entre el bien y el mal, sino ante una tensión más sutil y profunda entre dos formas de deseo: el deseo racional, que juzga y elige conforme al bien, y el deseo no racional —desordenado, pasional, instintivo— que se mueve por representaciones inmediatas, imágenes concretas, placeres tangibles. La verdadera educación del deseo consiste en armonizar esos dos niveles del querer, de modo que lo que la razón presenta como bueno se vuelva también emocionalmente deseable. Y esa reconciliación no se logra por la vía del únicamente del esfuerzo ni de la auto-represión, sino a través, entre otras muchas causas, de la imaginación. Es la imaginación quien hace visible, atractiva y presente la bondad del bien.
La imaginación que piensa las consecuencias de la acción
La imaginación tiene el poder de anticipar las consecuencias de una acción, de proyectar la alegría o el dolor que vendrá después, y así permite saborear desde el presente aquello que es justo, bello y verdadero. Podríamos decir que una imaginación bien construida está llena de posibilidades y de reflexiones responsables. En otras palabras, la imaginación moral permite prefigurar el gusto del bien, del mismo modo que un artista anticipa la obra acabada antes de ejecutarla. Como afirmaba Josef Pieper, la virtud presupone una imagen previa del bien: sin esa imagen interior no hay deseo orientado, no hay impulso estable hacia lo valioso.
Imaginación, atención, memoria y belleza
Más aún, la imaginación transforma las emociones desde dentro. De hecho, a partir de ella, podemos aprender a sentir lo que deberíamos sentir. Esta educación de los afectos no se produce a través de la contención, sino mediante un entrenamiento de la atención imaginativa que se fija en lo más humano, más verdadero, más digno de ser amado. Una atención, vital en Simeone Weil, que, llena de delicadeza, paciencia, nos permite entender asuntos que se le escapan al atolondrado. La imaginación se alimenta en una atención, coronada por el silencio, que atesora en la memoria un sinfín de imágenes, acontecimientos que inclinan al bien y que proceden, insistimos, de una vida atenta capaz de recordar sutilmente, narrativamente, el atractivo de la belleza de muchos recuerdos. Este trabajo de la imaginación culmina cuando logra hacer brillar la belleza del bien. En la tradición que va de Platón y Aristóteles a Tomás de Aquino, la belleza tiene un poder único: puede reconciliar las facultades intelectuales y sensibles, porque es captada a la vez por la inteligencia y por los sentidos. Por eso, cuando el bien se percibe como bello, se vuelve deseable sin violencia. Es muy oportuno entonces que sensibilidad y la razón se subordinen recíprocamente. Y de ese modo sin dominación unilateral, se alcanza la verdadera libertad interior. En ese estado de equilibrio nace una educación moral no basada en la coacción ni en el miedo, sino en la armonía. La belleza atrae porque no impone: seduce, ilumina, conmueve.
Una imaginación bien equipada
En definitiva, educar el deseo significa aprender a desear lo que realmente merece ser deseado. Y esto solo es posible si, entre otras bases, hay una imaginación formada y bien alimentada, capaz de representar el bien con toda su profundidad, su sentido y su esplendor. La tarea del educador, en este contexto, no es simplemente enseñar conceptos ni basarse solo en la aplicación de reglas de conducta, sino ayudar a formar imágenes internas, narrativas, símbolos, experiencias significativas que hagan deseable el bien. Solo así, el alma podrá moverse con gusto hacia la virtud, no por obligación, sino por atracción, aunque la voluntad deba inicialmente empujar con un cierto esfuerzo que prontamente se carga de sentido. Educar el deseo es, en el fondo, formar el gusto moral, reorientar la sensibilidad hacia la plenitud que le corresponde. Y en ese proceso, la imaginación no es un adorno, sino el órgano pedagógico por excelencia.
Pero la imaginación hay que cultivarla. Los padres, el hogar, la escuela y los maestros y los santos y los héroes nos preceden. “Tener los mismos sentimientos de Cristo” (Fil 2,5). Este era el consejo que San Pablo daba a la primitiva comunidad cristiana de Filipos y del cual se puede sacar mucho provecho para vivir enfocados hacia el bien. Imaginar que haría nuestro Señor.