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María, ¿Mediadora y Corredentora?

María, ¿Mediadora y Corredentora?

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A lo largo de los siglos, la Iglesia ha honrado a la Virgen María con innumerables títulos. Cada uno de ellos busca expresar, de forma limitada pero real, un aspecto del misterio inmenso de su relación con Dios y con nosotros. Pero todos —absolutamente todos— requieren explicación. Si se toman de manera superficial o literal, corren el riesgo de ser malinterpretados, como si colocaran a María en el lugar de Dios o como si le restaran el protagonismo a Cristo. Y sin embargo, cuando se entienden bien, lejos de disminuir a Jesús, nos conducen a Él con más fuerza.

Decir, por ejemplo, que María es Madre de Dios puede escandalizar a quien no comprende el sentido teológico de la expresión. Dios no tiene origen ni principio, así que parecería absurdo llamarla su Madre. Pero el título, definido solemnemente en el Concilio de Éfeso, no significa que María haya dado origen a la divinidad de Cristo, sino que el Hijo eterno de Dios asumió nuestra humanidad en su seno. Es la Madre de Dios porque es la Madre de Jesús, y Jesús es verdadero Dios. Para llegar a esa precisión fueron necesarios siglos de reflexión cristológica, y aún hoy hay que explicarlo con cuidado.

Otro título muy extendido es el de Reina del Cielo. Si se entiende mal, podría parecer que María ocupa un trono al mismo nivel que el de Dios o que ejerce poder independiente. Pero cuando se comprende bien, se ve que su realeza procede enteramente de su unión con el Rey. María reina porque su Hijo reina; participa de su gloria como madre y discípula perfecta. Es Reina en la medida en que es la más humilde de las siervas.

También decimos que María es Puerta del Cielo, Estrella del Mar, Refugio de los Pecadores, Madre de la Iglesia, Madre de los creyentes, Abogada, Auxilio de los cristianos... Cada uno de estos títulos es poético, simbólico y profundamente teológico, pero ninguno puede entenderse de modo aislado ni literal. María no abre por sí misma las puertas del Paraíso, ni sustituye la gracia de Cristo, ni tiene poder independiente. Es puerta, estrella, refugio y madre en cuanto que nos conduce hacia Jesús, que es el único Salvador y Redentor.

Lo mismo sucede con expresiones que algunos consideran más difíciles, como Mediadora o Corredentora. Si se entendieran como si María compartiera el mismo nivel de mediación o de redención que Cristo, serían inaceptables. Pero esa nunca ha sido la intención de la Iglesia ni el sentido profundo de la devoción mariana. Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres, porque solo Él es Dios y hombre. María, en cambio, participa de esa mediación de un modo subordinado y dependiente, como criatura plenamente asociada al plan de salvación. Es mediadora en cuanto intercede, en cuanto coopera con su “sí” y en cuanto se une, con su dolor y con su fe, a la obra redentora de su Hijo.

De hecho, cuando decimos que María es Corredentora, lo que afirmamos es que su participación en la Redención es real pero secundaria, instrumental, fruto de su unión íntima con el Redentor. Ella no añade nada al sacrificio de Cristo, sino que se une a él con total docilidad y amor. Del mismo modo que san Pablo decía: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo” (Col 1,24), también María, de modo singular, ofreció su sufrimiento junto al de su Hijo por la salvación del mundo.

Si fuéramos coherentes, tendríamos que reconocer que todos los títulos marianos —incluso los más clásicos— necesitan ser explicados. Nadie que escuche por primera vez la expresión “Inmaculada Concepción” entenderá sin más que se trata de la preservación de María del pecado original desde el primer instante de su existencia, en atención anticipada a los merecimientos de Cristo. Nadie que oiga “Asunción de María” comprenderá de inmediato que significa su glorificación corporal anticipada por pura gracia de Dios. Y, sin embargo, esas verdades forman parte del núcleo de nuestra fe y expresan maravillosamente la obra redentora de Cristo en su Madre.

Entonces, ¿por qué algunos títulos se consideran legítimos y otros “peligrosos”? Si la dificultad está en que requieren explicación, habría que retirar casi todos, porque todos lo requieren. La solución no es eliminar palabras, sino enseñar a comprenderlas. La fe no crece cuando se empobrece el lenguaje, sino cuando se ilumina su sentido.

El verdadero problema no está en los títulos, sino en cómo se presentan. Si María se entiende en su justo lugar —como criatura redimida, llena de gracia, totalmente unida a Cristo—, cada título mariano, por más elevado que parezca, se convierte en una ventana hacia el misterio de Jesús. En cambio, si se la separa de Él o se la absolutiza, entonces cualquier título, incluso el más sencillo, se desfigura.

Por eso, lejos de temer los títulos marianos, conviene redescubrirlos con hondura, catequesis y amor. Cada uno de ellos nos enseña algo esencial: que en María vemos lo que la gracia puede hacer en una criatura cuando se abre por completo a Dios. Ella es la obra maestra de la Redención, la primera redimida, la mujer que se dejó transformar totalmente por Cristo. Y cuando la contemplamos así —en su verdad, en su dependencia total del Hijo— todos sus títulos encuentran su justa medida y su belleza.

María no eclipsa a Cristo: lo refleja. No compite con Él: nos lo entrega. No suma otra redención: nos muestra la plenitud de la suya. Y por eso, cualquier título que la ensalce, si se entiende desde la fe, termina glorificando siempre al mismo Señor.

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