¿Cómo se formó el Nuevo Testamento?

El Nuevo Testamento
¿Quién decidió qué libros forman parte del Nuevo Testamento?
La formación del canon y la fidelidad de la Iglesia a los apóstoles
El Nuevo Testamento, tal y como lo conocemos, fue recibido así porque en las comunidades cristianas se recogían los textos que venían de los apóstoles y se veía que concordaba con la predicación oral que habían recibido por parte de los mismos apóstoles, Pedro, Santiago, Juan, Pablo. Y por lo tanto, poco a poco, las comunidades mismas van seleccionando, por así decir, los textos que van a utilizar en la liturgia y los que no. Los textos que no utilizaban en la liturgia son los textos que hoy consideramos apócrifos y que no pertenecían a la magna iglesia, sino a sectas.
1. El origen apostólico: no hay Evangelio sin testigos
Desde el principio, la fe cristiana se ha basado en hechos históricos reales y en testigos concretos. No surgió como un sistema filosófico o como una revelación privada recibida por un individuo aislado, sino como el anuncio de una persona viva: Jesucristo, y de los acontecimientos de su vida, muerte y resurrección, testimoniados públicamente por los apóstoles.
Los apóstoles no eran meros oradores o moralistas, sino testigos directos de lo que proclamaban. Habían convivido con Jesús, lo habían escuchado enseñar, lo habían visto realizar milagros, habían sido testigos de su Pasión y, sobre todo, habían experimentado su resurrección. Este encuentro con el Resucitado los transformó radicalmente: de hombres temerosos pasaron a ser mensajeros intrépidos, capaces de dar la vida por anunciar que Jesús vive.
“Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la Vida… eso os anunciamos” (1 Jn 1,1-3).
Predicación apostólica antes que Escritura
En los primeros años del cristianismo, no existía aún el Nuevo Testamento. La fe no se transmitía por medio de un libro, sino por medio de la predicación viva de los apóstoles, que iba acompañada de señales, milagros y una vida transformada. Esa predicación no era inventada ni personal, sino que era transmisión fiel de lo que habían recibido de Cristo (cf. 1 Cor 11,23).
Los primeros cristianos, por tanto, no se reunían para leer una Biblia como la nuestra, sino para escuchar la enseñanza apostólica, celebrar la Eucaristía, orar juntos y vivir en comunión. Como dice el libro de los Hechos:
“Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42).
Fue esa vida comunitaria de fe la que dio origen, con el tiempo, a la necesidad de poner por escrito lo que se predicaba, para transmitirlo a nuevas comunidades, para preservar la doctrina ante la muerte de los testigos o para responder a problemas y herejías emergentes.
Nacimiento orgánico del Nuevo Testamento
Así surgieron, poco a poco y en diversos lugares, los textos que hoy forman parte del Nuevo Testamento:
• Los Evangelios, como memoria escrita de la vida, palabras y obras de Jesús, centrados en su pasión, muerte y resurrección. Cada Evangelio refleja el carisma de una comunidad concreta, pero todos transmiten la misma fe apostólica.
• Las cartas de san Pablo, que responden a problemas reales de las iglesias fundadas por él, y que están llenas de exhortaciones, correcciones y explicaciones doctrinales profundamente cristológicas.
• Las cartas católicas (de Pedro, Juan, Santiago, Judas), que tienen un carácter más general y pastoral.
• Los Hechos de los Apóstoles, que relatan los comienzos de la Iglesia bajo el impulso del Espíritu.
• El Apocalipsis, revelación profética sobre la victoria definitiva de Cristo y la perseverancia en la tribulación.
Cada uno de estos textos surgió en el corazón de una comunidad viva, y fue recibido con fe porque no traía una doctrina nueva, sino que recogía por escrito lo que ya se vivía, se creía y se celebraba. La Iglesia no fue creada por los libros, sino que los libros nacieron del corazón creyente de la Iglesia.
Escritura y Tradición: dos formas de una misma Palabra
Este origen apostólico explica por qué, para la Iglesia católica, la Sagrada Escritura y la Tradición no se oponen, sino que se complementan. Ambas provienen del mismo origen: la predicación apostólica, que fue al mismo tiempo vivida, celebrada y transmitida oralmente… y en parte escrita por inspiración del Espíritu.
Como enseña el Concilio Vaticano II en Dei Verbum:
“La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un único sagrado depósito de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia” (DV 10).
Por tanto, cuando hablamos del Nuevo Testamento, no hablamos de una creación editorial, sino de una expresión escrita y perdurable de la fe de los apóstoles, transmitida con fidelidad por la Iglesia que recibió la misión de Cristo mismo: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16).
2. ¿Quién determinó qué libros eran realmente “inspirados”?
Esta es una pregunta clave, y conviene abordarla con cuidado para no caer en malentendidos modernos. La idea de que alguien “decidió” qué libros debían incluirse en el Nuevo Testamento puede dar la impresión de que fue una imposición arbitraria, como si un grupo de obispos en una reunión hubiera votado con papeletas qué textos incluir y cuáles descartar. Pero en realidad, el proceso fue muy distinto y mucho más profundo.
El canon del Nuevo Testamento no fue establecido por una sola persona, ni por un grupo cerrado, ni por una autoridad que actuara en solitario, sino que fue el fruto del discernimiento comunitario y espiritual de la Iglesia entera, extendida por todo el mundo, guiada por el Espíritu Santo.
Desde el inicio, las comunidades cristianas vivieron en torno a la Eucaristía, la predicación apostólica y la comunión fraterna. En ese contexto vital, fueron reconociendo, de forma natural, qué escritos alimentaban la fe, transmitían con fidelidad la enseñanza de los apóstoles, y hacían presente la voz del Señor.
La Iglesia no necesitó decidir desde fuera qué textos eran “bíblicos”. Fue la vida misma de la Iglesia, en oración, en misión y en fidelidad a los apóstoles, la que permitió discernir qué libros estaban realmente inspirados por Dios. Era como si la comunidad creyente, al escuchar un texto, reconociera en él una familiaridad con la voz de Cristo, como cuando las ovejas reconocen la voz del pastor (cf. Jn 10,27).
Este proceso no fue instantáneo ni forzado, sino que se desarrolló orgánicamente, a lo largo del tiempo, a medida que los libros eran recibidos, leídos, citados, celebrados y vividos. La inspiración no fue algo atribuido desde fuera, sino algo reconocido desde dentro: la Iglesia reconocía la inspiración que ya estaba presente.
El discernimiento fue, en ese sentido, más como una “reconocida maternidad espiritual” que como una selección editorial. El pueblo cristiano, pastoreado por los obispos y en comunión con las iglesias apostólicas, acogió los escritos que nacían de la Tradición viva y que mostraban signos claros de ser Palabra de Dios.
Por eso podemos decir que la Iglesia no creó el canon, sino que lo descubrió, lo reconoció, y lo recibió como don. El Espíritu Santo, que inspiró los textos, iluminó también a la Iglesia para que supiera reconocerlos. Este doble movimiento —inspiración de los autores y discernimiento de la Iglesia— constituye el misterio de la formación del canon.
3. ¿Cómo discernía la Iglesia qué libros eran inspirados?
Aunque el discernimiento no fue una simple aplicación de reglas fijas, sí se pueden identificar cuatro criterios fundamentales que estuvieron presentes en ese proceso de acogida y reconocimiento:
a) Origen apostólico
Un libro era considerado digno de fe si podía atribuirse, directa o indirectamente, a un apóstol. Esto no significaba necesariamente que el texto lo hubiera escrito con su puño y letra un apóstol, sino que debía proceder de su enseñanza viva, de su predicación y de su autoridad. Por ejemplo:
• El Evangelio según san Marcos era aceptado porque Marcos fue discípulo de Pedro y escribió lo que había escuchado de él.
• El Evangelio de Lucas y los Hechos provenían de Lucas, compañero de Pablo, y transmitían fielmente su doctrina.
• Las cartas atribuidas a Pablo, Pedro, Juan, Santiago y Judas eran recibidas por su vínculo directo con el círculo apostólico.
Los textos sin conexión clara con los apóstoles, o que aparecían tardíamente con doctrinas ajenas, eran descartados.
b) Conformidad con la fe católica recibida
Todo escrito debía coincidir con la enseñanza que la Iglesia había recibido oralmente desde los apóstoles, lo que hoy llamamos Tradición Apostólica. Si un texto presentaba doctrinas contrarias —como negar la encarnación de Cristo, cuestionar la resurrección, promover salvaciones esotéricas o despreciar el mundo material— era descartado.
Por ejemplo, muchos apócrifos gnósticos afirmaban que Jesús no tenía cuerpo real o que la creación era un mal a superar. Estos textos eran incompatibles con el Evangelio de la encarnación, y por tanto, no podían venir del Espíritu de Cristo.
c) Uso litúrgico constante
Un criterio esencial fue el uso de los textos en la liturgia eucarística. Aquellos escritos que se leían públicamente en la misa dominical eran considerados normativos. La Iglesia vivía su fe principalmente en la celebración litúrgica, y allí escuchaba la Palabra que alimentaba la comunidad.
Por eso, los libros que formaban parte del leccionario común, que se proclamaban junto con el Antiguo Testamento y que eran citados en la predicación, fueron reconocidos como inspirados. En cambio, los textos que no eran leídos públicamente o que solo circulaban en círculos cerrados, no eran reconocidos por la comunidad cristiana universal.
d) Consenso eclesial universal
La Iglesia estaba extendida desde muy pronto por todo el mundo conocido: en Roma, Antioquía, Alejandría, Jerusalén, Éfeso, Corinto, Cartago, Constantinopla... Aunque cada iglesia tenía sus particularidades, el Espíritu Santo suscitó una profunda unidad de fe.
El criterio del consenso eclesial universal significa que los mismos libros eran reconocidos y utilizados en muchas regiones diferentes, incluso sin una coordinación explícita. Este acuerdo entre iglesias tan diversas era visto como un signo claro de la acción del Espíritu.
4. ¿Existieron desacuerdos? Sí, pero fueron pocos y transitorios
Aunque el canon del Nuevo Testamento no fue definido de manera inmediata, ya en los siglos II y III se había consolidado un núcleo común muy sólido, que comprendía:
• Los cuatro Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), sin discusión.
• Los Hechos de los Apóstoles, como continuación de la obra de Lucas.
• Las 13 cartas de san Pablo, reconocidas en toda la Iglesia.
• 1 Pedro y 1 Juan, de fuerte autoridad y uso litúrgico.
La concordancia sobre estos libros era tan firme y extendida que nunca se cuestionó seriamente su lugar en el canon.
Solo algunos libros suscitaron dudas limitadas a ciertas regiones o épocas, como:
• Hebreos, por no nombrar directamente a su autor (aunque su doctrina era reconocida como ortodoxa).
• Santiago, por su escasa referencia explícita a Cristo (aunque luego se valoró por su ética evangélica).
• 2 Pedro, por tener un estilo diferente de 1 Pedro, lo que hacía sospechar una autoría distinta.
• 2 y 3 Juan, por su brevedad y falta de atribución explícita.
• Judas, por su parecido con textos apócrifos que utilizaba como referencia (como el Libro de Enoc).
• Apocalipsis, por su simbolismo complejo y su uso en grupos marginales.
Pero es muy importante destacar que estas dudas nunca fueron mayoritarias ni duraderas, y que con el tiempo, la Iglesia entera los acogió como libros verdaderamente inspirados.
Ya en el siglo IV, la gran mayoría de los Padres de la Iglesia aceptaban la lista de 27 libros tal como la conocemos hoy, y esta fue confirmada por los concilios regionales de Hipona (393) y Cartago (397 y 419).
5. Padres de la Iglesia y listas del canon
Muchos Padres y escritores cristianos atestiguan el proceso de formación del canon:
• San Ireneo de Lyon (c. 180) defiende los cuatro Evangelios como únicos y auténticos.
• Orígenes (c. 250) enumera casi todos los libros del NT tal como los tenemos hoy.
• Eusebio de Cesarea (c. 325) distingue entre libros aceptados universalmente, dudosos y rechazados.
• San Atanasio (367) ofrece por primera vez la lista exacta de los 27 libros del NT en su Carta Festal.
Estas listas no eran declaraciones oficiales, pero muestran cómo la Iglesia discernía colectivamente los libros que el Espíritu Santo inspiró.
6. Los apócrifos: por qué no entraron en el canon del Nuevo Testamento
A lo largo de los primeros siglos del cristianismo, comenzaron a circular numerosos escritos que pretendían ser evangelios, cartas apostólicas, hechos de apóstoles o revelaciones proféticas. Estos textos, que hoy conocemos bajo el nombre de apócrifos, llevaban títulos llamativos: Evangelio de Tomás, Evangelio de Judas, Evangelio de María Magdalena, Hechos de Pedro, Apocalipsis de Pablo, entre otros muchos.
A simple vista, podían parecer valiosos o incluso reveladores. Usaban nombres de figuras importantes para atraer autoridad y respeto, pero su contenido, su origen y su recepción en la comunidad eclesial revelaban que no formaban parte de la herencia apostólica auténtica. La Iglesia, desde el principio, reconoció que estos textos no eran inspirados por el Espíritu Santo, y por tanto, no debían formar parte del canon de la Sagrada Escritura.
¿Por qué no fueron aceptados?
La exclusión de los apócrifos no fue fruto de censura o represión, como a veces se afirma desde posturas sensacionalistas, sino de un discernimiento profundamente espiritual, eclesial y doctrinal. Aquí se exponen con más detalle las principales razones por las que la Iglesia nunca los recibió como parte de la Palabra de Dios:
a) No procedían de los apóstoles
Aunque muchos de estos escritos llevaban nombres de apóstoles, en realidad no fueron escritos por ellos ni por sus discípulos cercanos. Utilizaron esos nombres como estrategia para dar autoridad a textos que eran, en verdad, muy posteriores. Por ejemplo:
• El Evangelio de Tomás probablemente fue escrito en la segunda mitad del siglo II, mucho después de la muerte del apóstol Tomás.
• El Evangelio de Judas también data del siglo II o III y contiene ideas netamente gnósticas, ajenas a la predicación de los apóstoles.
• Lo mismo ocurre con los Hechos de Pedro, el Evangelio de María Magdalena, el Evangelio de Felipe, etc.
Estos textos carecen de vínculo histórico y espiritual con la comunidad apostólica, y por eso no pudieron ser reconocidos como auténticos testigos de la fe cristiana original.
b) No fueron recibidos por la Iglesia universal
Uno de los signos claros de la autenticidad de los escritos del Nuevo Testamento es que fueron recibidos, utilizados y reconocidos por las iglesias apostólicas, desde Oriente hasta Occidente. En cambio, los escritos apócrifos:
• Eran desconocidos por la mayoría de las comunidades cristianas.
• Solían circular sólo en pequeños grupos esotéricos o sectarios, que se apartaban de la enseñanza de los obispos.
• No tenían uso litúrgico común ni autoridad reconocida en las grandes sedes apostólicas (Roma, Antioquía, Alejandría, Jerusalén, Éfeso...).
En resumen: la Iglesia entera no los conocía como propios. Y la universalidad eclesial, como ya vimos, es uno de los criterios fundamentales para discernir la inspiración.
c) Contradecían la fe recibida: gnosticismo, docetismo, elitismo
Uno de los motivos más graves para rechazar estos textos fue que no transmitían la fe cristiana, sino enseñanzas contrarias al Evangelio.
Muchos de ellos estaban influenciados por corrientes filosófico-religiosas llamadas gnósticas, que promovían ideas como:
• La salvación por conocimiento secreto (gnosis), accesible sólo a unos pocos iniciados.
• El desprecio del cuerpo, de la materia y del mundo creado.
• La creencia de que el verdadero Jesús no tenía cuerpo humano (esto se llama docetismo).
• La negación del sufrimiento de Cristo en la cruz.
• Una visión dualista y elitista de la realidad, totalmente ajena al mensaje del Reino de Dios que predicó Jesús.
Por ejemplo:
• El Evangelio de Tomás no narra la pasión, muerte ni resurrección de Cristo. Contiene solo dichos sueltos, muchos de ellos con un fuerte sabor gnóstico.
• El Evangelio de Judas presenta a Judas como el verdadero iluminado, elegido por Jesús para ayudarle a “liberar su espíritu del cuerpo”.
• El Evangelio de María Magdalena exalta a María como receptora de revelaciones secretas, en contraposición a Pedro y los demás apóstoles.
Estas enseñanzas contradicen el núcleo de la fe cristiana, tal como fue predicada por los apóstoles y vivida en la Iglesia desde el comienzo. Por tanto, eran incompatibles con la Sagrada Escritura.
d) No se usaban en la liturgia: no alimentaban la fe común
Otro criterio esencial: la liturgia fue siempre el lugar privilegiado donde la Iglesia reconocía la Palabra de Dios. Los textos que edificaban a la comunidad, que se leían en la Eucaristía, que inspiraban la oración y la predicación, eran asumidos con naturalidad como libros sagrados.
En cambio, los apócrifos no eran leídos en la liturgia, ni en las asambleas dominicales, ni en las solemnidades, ni en la catequesis de los catecúmenos. No estaban en los leccionarios, no eran proclamados como Palabra viva, no resonaban con la fe común del pueblo de Dios.
Esto no fue fruto de prohibición externa, sino de una ausencia de reconocimiento espontáneo. La Iglesia, sencillamente, no los acogía, porque no hablaban con la voz del Buen Pastor (cf. Jn 10,5).
e) . Los Padres de la Iglesia los rechazaron con firmeza
Muchos Padres y escritores eclesiásticos de los siglos II al IV conocían estos escritos apócrifos y los examinaban críticamente. Algunos de ellos los leyeron, los citaron como ejemplos de herejías o los denunciaron abiertamente:
• San Ireneo de Lyon combatió los escritos gnósticos, defendiendo la autenticidad de los cuatro Evangelios.
• Tertuliano y Orígenes mencionaron algunos apócrifos para mostrar su contenido erróneo.
• Eusebio de Cesarea clasificó los escritos en tres grupos: aceptados, dudosos y rechazados. En el último grupo estaban todos los apócrifos.
Ningún Padre serio, en comunión con la Iglesia universal, defendió jamás que estos textos debieran formar parte de la Biblia. Al contrario, los rechazaron por contradecir la regla de la fe y por carecer de autoridad apostólica.
f) No fue necesario un concilio universal para excluirlos
Una de las pruebas más claras de que estos textos nunca fueron reconocidos como canónicos es que la Iglesia nunca se sintió obligada a convocar un concilio para condenarlos explícitamente como Escritura falsa.
¿Por qué? Porque la vida misma de la Iglesia los excluyó naturalmente.
Cuando, siglos después, el Concilio de Trento definió solemnemente el canon del Nuevo Testamento, simplemente proclamó los 27 libros que siempre se habían usado en la liturgia, en la predicación y en la enseñanza. Ningún apócrifo estuvo jamás cerca de entrar en esa lista, porque nunca pertenecieron a la vida real de la Iglesia.
g) Conclusión
Los llamados “evangelios apócrifos” no fueron libros perdidos ni ocultados injustamente. Tampoco fueron víctimas de una censura eclesiástica. La verdad es mucho más sencilla: la Iglesia nunca los reconoció como suyos, porque no provenían de los apóstoles, no eran fieles a la fe, y no hablaban con la voz de Cristo.
No fue la jerarquía quien los excluyó, sino el pueblo cristiano, que no los reconoció como Palabra de Dios. Fueron rechazados no por imposición externa, sino por discernimiento interior, vivido en comunión, en oración y en fidelidad a la verdad recibida.
Por eso, hoy podemos confiar con plena certeza en el canon del Nuevo Testamento: porque es el fruto de la Tradición viva de la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo y fiel a su Señor.
7. El canon antes de Trento: una certeza vivida durante siglos
Mucho antes del Concilio de Trento, el canon del Nuevo Testamento —es decir, la lista completa y definitiva de los 27 libros inspirados— ya estaba vivido, celebrado y enseñado por la Iglesia con una notable unanimidad.
Aunque no había sido definido de manera solemne por un concilio ecuménico, la vida cotidiana de la Iglesia en Oriente y Occidente lo reconocía como una certeza transmitida desde los apóstoles. Este canon no fue el resultado de una imposición tardía, sino el fruto del discernimiento eclesial acumulado durante siglos, iluminado por el Espíritu Santo.
a) Concilios locales que fijaron el canon
En el siglo IV, la Iglesia sintió la necesidad de aclarar explícitamente qué libros se consideraban inspirados, ante la existencia de algunas dudas locales. Esto no significa que el canon estuviera “en construcción”, sino que era el momento de reafirmar oficialmente lo que ya era vivido. Entre los hitos más importantes están:
• Concilio de Hipona (393 d.C.): bajo la influencia de san Agustín, se propuso una lista de libros del Antiguo y del Nuevo Testamento que coincide exactamente con el canon católico actual, incluyendo los 27 libros del NT.
• Concilio de Cartago (397 y 419 d.C.): ratificó esa misma lista, señalando que debía ser considerada como norma para la lectura litúrgica y la enseñanza de la fe.
Estos concilios no tenían autoridad ecuménica, pero su importancia fue enorme, ya que expresaban el consenso de la Iglesia latina en África y Roma, y se convirtieron en referencia práctica para toda la cristiandad occidental.
b) El testimonio del papa Inocencio I
En el año 405, el papa Inocencio I respondió a una consulta del obispo Exuperio de Tolosa con una carta en la que enumeró la lista de libros sagrados, confirmando exactamente la misma que ya había dado el concilio de Cartago. Este testimonio papal, aunque todavía no dogmático, fijaba con claridad el canon de la Iglesia de Roma.
c) San Jerónimo y la Vulgata
Otro punto clave fue la labor de san Jerónimo, quien, por encargo del papa Dámaso I, tradujo al latín la Biblia completa. Esta traducción, conocida como la Vulgata, fue la Biblia de uso común en la Iglesia latina durante más de mil años.
Jerónimo, aunque tuvo dudas sobre algunos libros —como Hebreos, Santiago o el Apocalipsis—, finalmente incluyó en la Vulgata todos los libros canónicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, y respetó el uso litúrgico y tradicional de la Iglesia.
Su trabajo, ampliamente difundido, contribuyó decisivamente a consolidar el canon y a difundir una versión estable de las Escrituras en Occidente.
d) Uso litúrgico constante en toda la Iglesia
Durante los siglos siguientes, el canon del Nuevo Testamento se mantuvo intacto y fue usado con continuidad en la liturgia, la predicación, la teología y la catequesis. Padres como san Agustín, san Gregorio Magno, san Isidoro de Sevilla o san Juan Damasceno citan y comentan los mismos 27 libros como Escritura inspirada.
Tanto en Oriente como en Occidente, con diferencias culturales y lingüísticas, la Iglesia vivió en comunión con ese mismo canon, lo que demuestra que no fue una decisión política ni tardía, sino una verdad eclesial reconocida y celebrada desde antiguo.
8. ¿Qué hizo el Concilio de Trento en relación con el canon?
El Concilio de Trento (1546) fue el primer concilio ecuménico que definió dogmáticamente el canon de las Sagradas Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Pero es muy importante entender por qué lo hizo y en qué contexto histórico.
a) Primera vez que se negó el canon recibido
Durante más de mil años, nadie dentro de la Iglesia había cuestionado formalmente los libros del Nuevo Testamento. Aunque hubo dudas locales en los primeros siglos, como ya vimos, estas fueron superadas por el consenso y la autoridad de la Tradición. Sin embargo, en el siglo XVI, durante la Reforma protestante, por primera vez algunos teólogos comenzaron a rechazar partes del canon que la Iglesia siempre había considerado inspiradas.
• Martín Lutero expresó dudas sobre Hebreos, Santiago, Judas y Apocalipsis, llegando a colocar estos libros al final de su traducción alemana de la Biblia, separados del resto y con advertencias sobre su supuesta “menor valor doctrinal”.
• En sus escritos, Lutero llegó a llamar a la carta de Santiago “una epístola de paja”, porque no encajaba con su interpretación de la justificación por la sola fe.
• Otros reformadores radicales cuestionaron incluso la autenticidad de algunos Evangelios o propusieron nuevos criterios de selección bíblica según sus doctrinas personales.
Este ataque directo contra la integridad de las Escrituras fue lo que llevó a la Iglesia, en Trento, a responder con claridad y firmeza, reafirmando solemnemente el canon que había vivido y enseñado durante más de mil años.
b) La definición dogmática: acto de protección, no de invención
El 8 de abril de 1546, en su cuarta sesión, el Concilio de Trento proclamó infaliblemente el canon de la Biblia, incluyendo los 27 libros del Nuevo Testamento. Esta decisión no fue una invención ni una novedad, sino una ratificación solemne de lo que la Iglesia había creído desde siempre.
El decreto decía:
“Si alguno no recibe como sagrados y canónicos estos libros en su totalidad, con todas sus partes, tal como han sido leídos en la Iglesia católica y están contenidos en la antigua edición de la Vulgata, y desprecia conscientemente las tradiciones dichas o no dichas, sea anatema.”
Esta formulación dogmática tenía por objetivo proteger la unidad y la integridad de la fe católica, no imponer algo nuevo. Trento actuó como madre que defiende a sus hijos, no como legislador que impone una ley ajena.
9. Reflexión final: el canon como obra del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia
El canon del Nuevo Testamento no es fruto de una imposición institucional, ni resultado de un acuerdo entre teólogos, ni un producto editorial nacido de un comité de expertos. Tampoco es una simple colección de libros antiguos que fueron reunidos por razones históricas o políticas. El canon es un acto de fe, un don del Espíritu Santo reconocido, acogido y custodiado por la Iglesia.
En otras palabras, el canon no lo creó la Iglesia como si fuera su dueña, sino que lo recibió como esposa fiel, que reconoce la voz de su Esposo y guarda en su corazón sus palabras.
Una obra espiritual, no solo histórica
A lo largo de los siglos, muchos estudios han intentado explicar la formación del canon desde un punto de vista puramente histórico: investigando manuscritos, analizando listas antiguas, reconstruyendo debates teológicos… Todo eso es legítimo y útil, pero no basta para comprender lo esencial: el canon no se entiende sin la acción invisible y amorosa del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia “a la verdad plena” (cf. Jn 16,13).
Así como el Espíritu inspiró a los autores sagrados para escribir lo que Dios quería transmitir, ese mismo Espíritu iluminó a la Iglesia para reconocer qué textos venían verdaderamente de Dios y debían ser proclamados como Palabra viva.
Fue un proceso lento, sí, pero profundamente eclesial. Las comunidades cristianas no “eligieron” los libros por preferencias personales, ni porque fueran populares, ni porque sirvieran a fines doctrinales. Fue la experiencia orante, la vida sacramental y el sentido de la fe el que permitió reconocer, con asombro humilde, qué textos tenían un origen divino y un valor perenne.
Un discernimiento dentro del cuerpo de Cristo
Los libros del Nuevo Testamento fueron reconocidos como canónicos no porque alguien lo decretara, sino porque la Iglesia —Cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo— los acogió, los veneró y los transmitió de generación en generación como algo sagrado.
Fue la vida entera de la Iglesia —su liturgia, su predicación, su oración, su doctrina, su caridad— la que resonó en sintonía con estos libros, como el corazón de una esposa que reconoce la voz de su amado.
El hecho de que este canon haya sido universalmente aceptado en toda la cristiandad desde tiempos antiguos, sin imposiciones ni presiones políticas, es un signo extraordinario de unidad espiritual. Solo el Espíritu Santo puede suscitar ese consenso duradero en una Iglesia extendida por culturas, lenguas y contextos tan distintos.
Podemos confiar plenamente en el canon
Y este hecho nos revela una gran verdad para nosotros, hoy:
Podemos confiar con certeza en el Nuevo Testamento, porque no es simplemente una obra humana, ni una colección arbitraria de libros religiosos. Es la voz de Cristo —el Verbo eterno hecho carne— que nos habla a través de los apóstoles y testigos, y que nos llega viva, íntegra y fiel gracias al discernimiento de su esposa, la Iglesia.
Cada libro del Nuevo Testamento —desde Mateo hasta Apocalipsis— ha sido recibido, vivido y proclamado durante siglos por los santos, leído en cada misa, meditado en cada convento, anunciado por cada misionero, predicado por cada pastor fiel. No estamos ante textos discutibles, sino ante Palabra de Dios reconocida por el pueblo de Dios, como semilla que da fruto en el corazón del creyente.
No un libro cualquiera: Palabra viva de Cristo
El Nuevo Testamento no es un libro más en la historia de la humanidad. Es, con el Antiguo Testamento, la Sagrada Escritura, la “biblioteca del Espíritu”, el lugar donde el Dios vivo se revela en palabras humanas, para enseñarnos a vivir como hijos suyos.
No es una reliquia del pasado ni una obra admirable de literatura. Es una voz actual, eficaz, cortante como espada de doble filo (Heb 4,12), que sigue tocando corazones, convirtiendo vidas, iluminando mentes y guiando a la Iglesia hacia el encuentro definitivo con Cristo.
No es un libro cualquiera. Es la voz del Buen Pastor que llama a sus ovejas.
Es el rostro del Esposo reflejado en la Palabra.
Es la brújula de los santos y la lámpara en nuestro camino.
El canon del Nuevo Testamento es una obra maravillosa del Espíritu Santo en el corazón de la Iglesia, que ha sabido reconocer, conservar y transmitir fielmente la Palabra viva de su Señor.
No fue impuesto desde fuera, sino discernido desde dentro. No fue inventado, sino recibido. Y no fue acogido como un conjunto de ideas, sino como la presencia real del Verbo que sigue hablando a su pueblo.
Por eso, cuando hoy abrimos el Evangelio, una carta de Pablo o el Apocalipsis, podemos hacerlo con profunda confianza, gratitud y reverencia:
Porque no leemos un texto antiguo, sino que escuchamos al Dios vivo que nos habla.
PARA SABER MÁS: recomiendo el libro “La Biblioteca de Dios”, de Giovanni Maria Vian.