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'Sodoma y Gomorra' de John Martin (1852, detalle).

'Sodoma y Gomorra' de John Martin (1852, detalle).

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Hoy celebramos la fiesta de San Pedro Damián. Al ver la necesidad de la reforma en el clero, escribió el Liber Gomorrhianus o Gomorra en el siglo XI como una llamada urgente a la reforma de la Iglesia. En su carta al Papa León IX, denunciaba con valentía la corrupción moral dentro del clero, especialmente la práctica de la sodomía y el abuso de menores y jóvenes por parte de algunos sacerdotes y obispos. Su mensaje no solo fue relevante en su tiempo, sino que sigue siendo terriblemente actual. Hoy, la crisis del celibato, la infiltración de la homosexualidad en el sacerdocio y los escándalos de abuso han causado un daño incalculable a la Iglesia.

Homosexualidad y sacerdocio: una combinación imposible

Aquí hay que ser claros: una persona con tendencias homosexuales no puede ser sacerdote. No se trata de una cuestión de discriminación, sino de coherencia con la enseñanza de la Iglesia y con la realidad de lo que significa ser sacerdote.

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la homosexualidad es una "tendencia intrínsecamente desordenada" (CEC 2357). No es solo una orientación distinta, sino una inclinación que no está en armonía con el orden natural y el plan de Dios para la sexualidad. Y esto no es solo una cuestión teórica: la experiencia ha demostrado que la presencia de hombres con tendencias homosexuales en el sacerdocio ha generado graves problemas dentro de la Iglesia.

Cuando un hombre con esta inclinación entra en el seminario, corre el riesgo de vivir su formación en una constante lucha interna, y si no tiene la madurez y la fortaleza espiritual necesarias, es fácil que caiga en una doble vida. Además, la historia reciente ha mostrado que la homosexualidad dentro del clero no solo ha llevado a escándalos personales, sino que ha creado redes de encubrimiento y de abuso de poder, donde algunos sacerdotes y obispos han protegido a otros en lugar de corregirlos.

No es casualidad que gran parte de los abusos denunciados en la Iglesia en las últimas décadas hayan sido cometidos contra adolescentes y jóvenes varones. Esto indica que el problema de fondo no es solo el abuso en sí, sino la permisividad con la homosexualidad en el clero.

Por eso, la Iglesia enseña con claridad que no se debe ordenar a personas con tendencias homosexuales, porque el sacerdocio exige una madurez afectiva y una capacidad real de vivir el celibato con fidelidad. Un hombre con tendencias homosexuales se enfrenta a un obstáculo que hace muy difícil esa fidelidad, y la historia reciente nos ha mostrado las consecuencias de ignorar esta norma.

El celibato mal vivido: una traición a Cristo y a la Iglesia

Pero no solo se trata de la homosexualidad en el clero. El verdadero problema es que hay muchos sacerdotes, tanto homosexuales como heterosexuales, que no están viviendo el celibato con fidelidad. Y esto es una causa de escándalo enorme.

El celibato no es algo que se pueda tomar a la ligera. Cuando un sacerdote se ordena, hace libremente una promesa ante Dios y ante la Iglesia de vivir en castidad. Si alguien no es capaz de vivir ese compromiso o realmente no quiere vivirlo, entonces está jurando en falso: no debería ser sacerdote. Y si ya es sacerdote y se da cuenta de que no puede o no quiere vivirlo, lo más honesto y digno es que deje el ministerio.

El problema es cuando alguien no vive el celibato y, en lugar de reconocerlo y tomar una decisión, prefiere llevar una doble vida. Algunos sacerdotes tienen relaciones secretas, se involucran en ambientes de inmoralidad o, peor aún, abusan de su posición para explotar a otros.

Esto no solo es un pecado personal, sino que destruye la credibilidad de la Iglesia y escandaliza a los fieles. ¿Cómo puede alguien predicar la castidad si no la vive? ¿Cómo puede ser un buen pastor quien no es capaz de gobernarse a sí mismo?

Los abusos: la herida más grande de la Iglesia

Aquí llegamos a la mayor tragedia de todas: los abusos dentro de la Iglesia. No hay justificación posible para esto. Un sacerdote que abusa de un menor o de una persona vulnerable no solo comete un crimen horrendo, sino que traiciona a Cristo de la manera más vil. Y lo peor no ha sido solo el abuso en sí, sino el encubrimiento que durante años permitió que estos crímenes quedaran impunes.

San Pedro Damián ya denunciaba en el siglo XI que los superiores que no castigaban estas conductas eran cómplices del pecado. Y tenía razón. No se puede proteger a los abusadores, no se puede encubrir el pecado en nombre de la misericordia mal entendida.

La Iglesia debe ser absolutamente firme en esto: tolerancia cero ante los abusos. No solo con palabras, sino con hechos. Un sacerdote que comete estos crímenes debe ser expulsado del ministerio de inmediato y puesto en manos de la justicia.

Pero también hay que ir al origen del problema: quien no es capaz de vivir la castidad no debe ser ordenado. Y quien ya es sacerdote y no la vive, debe tomar una decisión: o se convierte de verdad, o deja el sacerdocio. No hay término medio.

La urgencia de una verdadera reforma

San Pedro Damián dice en su libro que si la Iglesia no se purifica a sí misma, Dios la purificará con castigos más duros. Y la historia nos lo ha demostrado. El escándalo de los abusos ha traído consecuencias terribles: la pérdida de credibilidad de la Iglesia, la desconfianza de los fieles, la crisis vocacional y un dolor inmenso para las víctimas.

Pero Dios no abandona a su Iglesia. Todavía estamos a tiempo de corregir el rumbo. Y la solución no es el silencio ni la falsa misericordia. La solución es una reforma real, donde solo aquellos que están dispuestos a vivir el celibato con fidelidad sean admitidos al sacerdocio. Y donde los que no lo viven bien sean corregidos, y si no cambian, se les aparte del ministerio.

El sacerdocio no es un trabajo ni un signo de estatus; es una vocación. Es una llamada a ser otro Cristo. Y Cristo vivió en castidad, en pureza y en entrega total. No se puede ser un buen sacerdote sin vivir el celibato con fidelidad. Por eso, la Iglesia no necesita sacerdotes con doble vida. No necesita clérigos corruptos. No necesita encubridores. La Iglesia necesita santos.

Que San Pedro Damián nos ayude a recuperar la pureza y la coherencia en el sacerdocio. Solo así la Iglesia podrá volver a ser luz en medio del mundo.

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