Religión en Libertad

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El primer día de la semana, cuando todo empieza, fue el día de la resurrección del Señor, señalando así que todo empieza de nuevo y todo es renovado con su Resurrección.

El octavo día, después de la semana, es el domingo, el día que nos abre a la eternidad de Dios, más allá de los límites del tiempo. Cristo resucitado ha abierto el tiempo cronológico (medido por el reloj y el calendario) al tiempo salvífico y eterno (Alfa y Omega, Señor del tiempo y de la historia, para siempre). El domingo es el día del Señor, es decir, le pertenece a Él, y nosotros, que le pertenecemos, consagramos y santificamos el domingo viviendo la santísima Resurrección del Señor participando de la Santa Misa, como luz y centro de todo, fuente y culmen. Así fue desde el mismo día de la Resurrección del Señor. Él se aparece -narra Jn 20- en el domingo a los Apóstoles, y de nuevo a los ocho días, otro domingo, para que Tomás, ya allí presente, ya allí con la Iglesia y no por libre, pueda gozar de la experiencia del Señor. El domingo es el día del Señor y nuestro día más querido: cada domingo es el día del Resucitado, cada domingo es nuestra fiesta, "la fiesta primordial de los cristianos". Es lo que resaltaba luminosamente la Constitución Sacrosanctum Concilium, del Vaticano II:

La celebración del domingo ni es arbitraria ni una carga, ni es indiferente celebrar la Misa del domingo o ir cualquier otro día. El Cuerpo de Cristo es visibilizado en la asamblea dominical, en la convocatoria todo el pueblo cristiano. Cada uno, como granos de trigos dispersos a lo largo de la semana en nuestros quehaceres, trabajos, obligaciones, acude el domingo para formar un solo Pan, una sola Hostia, en unidad de tantos granos, y así ser Cuerpo de Cristo ofreciendo y comulgando el Cuerpo sacramental de Cristo. Necesitamos reevangelizarnos sobre el domingo y necesitamos evangelizar mostrando la belleza y el sentido del domingo, para salvarlo de la secularización.

¡Resucitó el Señor!

A los ocho días, cada ocho días, Cristo el Resucitado nos convoca para el sacrificio pascual de la Eucaristía. Ya no le veremos con los ojos de la carne, apareciéndose, dejándose ver, pero sí estará igualmente presente en el Cenáculo eclesial, en medio de sus hermanos, hablando por las lecturas de la Palabra, haciéndose presente en el altar con su Cuerpo y Sangre, dejándose tocar al comer y beber el Pan y el Vino eucarísticos, su Presencia real.

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