Domingo, 28 de abril de 2024

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Hay alternativas a vivir en la gran ciudad

Hay alternativas a vivir en la gran ciudad

por Familia, Educación y Cultura

Las ciudades y las comunidades: ventajas e inconvenientes

La vida en comunidad ha decaído ya hace muchas décadas tal como la conocían nuestros abuelos, o quizá bisabuelos. Sin embargo, es una perdida que puede resolverse, aunque no es en absoluto fácil.

A veces en el pueblo o en la urbanización donde veraneamos percibimos algo sustantivo de lo que ha sido vivir en comunidad. También en ciudades grandes es posible vivir como una comunidad de familias en los propósitos, en los objetivos, en la escuela y desde la parroquia. Familias situadas en vecindarios o barrios que se reúnen y comparten muchos quehaceres y hacen posible una verdadera vida comunitaria sin embargo las distancias y el ritmo urbano no facilitan la tarea. En España hay ciudades muy densas dado que mucha población vive en poco espacio. En estas zonas suele tener lugar una cierta tensión social: el desempleo, la creciente precariedad laboral. Aunque son zonas donde también destacan positivamente los mejores servicios (sanitarios, educativos, etc.). En cualquier caso, la suma de estos factores se suele traducir en aceleración, ruido, contaminación y estrés salvo que nos acerquemos a los barrios de alto nivel de vida. La ciudad de nivel medio es cara. Las viviendas acaban siendo costosas financieramente. Son a menudo pequeñas, dada la relación entre una alta demanda, una baja oferta en función del poco suelo disponible todo lo cual acaba facilitando la especulación. Los matrimonios jóvenes tienen ante si un reto titánico y desasosegante.

Comunidades dentro de ciudades

En las ciudades grande el tiempo vuela. Es difícil vivir en comunidades activas y trabadas en medio de estas urbes.  Con la acelerada industrialización de los años sesenta en España, se ampliaron las ciudades en viviendas pequeñas incrustadas en inmuebles, o bloques-colmena muy grandes, en barrios en los que la gente migrante llegaba y difícilmente se conocía. En el centro de estas ciudades, quizá a otro ritmo, la densificación también fue avanzando.  En esta dirección, con el paso de las décadas, los amigos, los familiares y las escuelas se han ido desperdigando en las grandes urbes. Una de las consecuencias de esta urbanización (entendido como crecimiento progresivo de las ciudades) e industrialización de nuestro país ha supuesto la caída drástica de las dinámicas comunitarias. Y todo ello en el marco de un éxodo campo-ciudad que ha dejado a muchos municipios vacíos de gente joven y de oportunidades. Parecía que las ciudades eran el paraíso de oportunidades, servicios, diversión y consumo. Pero estas expectativas (salvo los servicios) no se han cumplido y el desempleo en España, de los más altos de Europa, anda en alrededor del 11%. La sociedad ha cambiado.

Ciudades densas y poca relación

La rutina suele ser que en la gran ciudad los vecinos en las calles, en el mismo inmueble ya no se conocen. Y pueden pasar semanas sin que se pueda ver a un pariente (los mismos abuelos) ajeno a la familia nuclear (formada por padre, madre e hijos). Incluso los amigos se dejan de ver  pues viven en barrios muy apartados. Frente a estas ciudades grandes, las comunidades se definían en parte por la convivencia estrecha de sus habitantes. Pero la práctica religiosa que reunía en los templos a los vecinos ha decaído; el ocio público de plazas, ateneos, cines de barrio, en los parques, que facilitaban el encuentro de familias con sus hijos o de amigos jóvenes, se ha ido privatizando desde el advenimiento de la televisión y la última revolución digital tan individualizante.

Numerosos estudiosos analizan esta realidad y entre ellos destaca Robert Putnam que en el 2000 escribe un libro que se denomina Solo en la bolera. La consecuencia es que vida cívica y asociativa ha disminuido.  La gente anda más sola. Los pisos han menguado, nada queda de las casas rurales donde cabían tres generaciones. Los abuelos han sido “ingresados” (sé que la palabra es dura y por eso la pongo entre comillas) en las residencias. Los mayores no caben en un rincón de la casa familiar entre otras razones porque faltan habitaciones y no queda ningún miembro de la familia que pase el día en el hogar y les pueda atender mínimamente.  La calle no es un lugar para jugar ni para pasear con la paz y el sosiego de hace casi un siglo. Las escuelas y las actividades extraescolares “guardan” a los niños para que los padres, en doble jornada, puedan cubrir sus largas jornadas que, en España, en este punto, son muy irracionales pues padres e hijos llegan al hogar en horas muy distintas. Y como los niños llegan a casa demasiado pronto están también solos. Alguna pantalla se ocupará de “cuidarlos”. Insistimos: una España en la que las viviendas y los alquileres se han puesto por las nubes lo cual significa que no queda tiempo para pasarlo en común: hay que trabajar mucho, padre y madre, para pagar estas sumas. La vivienda solo es un derecho de boquilla.

Soledad y aislamiento

El resultado es la soledad y el aislamiento. Soledad como estado interior de desconexión con respecto a los demás -aun cuando se esté rodeado de personas- y aislamiento, como situación ya más externa, en la que se está físicamente separado de los demás por ejemplo por una enfermedad o por el aumento de personas mayores que viven solas. Una persona mayor en un geriátrico puede vivir una gran soledad y un inmigrante recién llegado puede vivir un aislamiento al vivir en una habitación realquilada. En la soledad faltan relaciones sociales significativas. Mientras en el aislamiento uno debe, o decide, apartarse de una vida en común por razones de salud, trabajo, viajes largos o ruptura matrimonial. Las consecuencias son variadas en ambos casos, pero la salud mental y física se pone en riesgo; decae la empatía, la autoestima, el sentido de propósito y de pertenencia, además del deterioro cognitivo o problemas serios de sueño. No olvidemos que Gran Bretaña cuenta con un Ministerio de la Soledad. Como consecuencia de todo lo que venimos argumentando se vive una epidemia de la soledad planetaria. Las grandes urbes de las sociedades líquidas y desvinculadas crean vacíos: y los menos ocupados o totalmente desocupados (como los jubilados) son los más frágiles: niños, adolescentes, solteros, mayores. Y la salud -mental, física- se resiente. Y parte de la solución es la vida comunitaria que dota a la vida de sentido como señala este ministerio británico.

Los humanos somos relación, convivencia, conversación

En este clima de soledad y aislamiento crece la relevancia de la comunidad como una solución. Somos animales sociales, Aristóteles habla de una polis necesariamente llena de colaboración, amistad y encuentro. En su libro Política (en griego: Πολιτικά) se expresa así: "El hombre es por naturaleza un animal político y el que vive apartado de la sociedad por naturaleza, o es una bestia o un dios." Todos necesitamos estar rodeados de nuestros seres queridos el máximo tiempo posible. Alternar con nuestros amigos, llenar nuestra vida de propósitos que a menudo suponen tareas o proyectos que implican encuentro con los demás. Queremos ser amados y amar. Y no solo eso: necesitamos pertenecer a una comunidad que nos dé paz, identidad, que nos diga quiénes somos y hacia dónde vamos. Y estas comunidades se están diluyendo. Y una de las respuestas es que hay que volver a organizarse para vivir comunitariamente para cumplir nuestra misión de seres humanos que buscan dejar huella lejos de un oscuro anonimato. No solo necesitamos estar sanos, en ausencia de enfermedad, anhelamos caminar juntos para florecer desplegando los talentos que nos han regalado. Esta expresión, florecer, flourishing, es un tanto extraña para nuestra lengua. Propongo una traducción más asequible en español: deseamos con todas nuestras fuerzas alcanzar una plenitud humana que va más allá del básico bienestar o felicidad entendido en el sentido más terrenal del término: pasarlo bien, disfrutar, salud, en ausencia de problemas y contratiempos. Alcanzar la plenitud humana apunta más lejos, y, en mi condición de creyente, más arriba. La plenitud humana se relaciona con la percepción viva de estar cumpliendo una misión, de cooperar a poner en marcha tareas o empresas que van más allá de uno mismo. Un ejemplo pueden ser las dinámicas de altruismo como el voluntariado. Y si contemplemos esta plenitud, florecimiento, en un plano más sobrenatural, moral, y estético: tendremos que hablar de vivir una vida de cara a Dios, siempre muy acompañado en la práctica religiosa, para hacer el bien, convertir la amistad en ayuda, servicio y cuidado, buscar la verdad y llenar el mundo de belleza.

Además, en esta línea, la plenitud humana,  el florecimiento, desde la epidemiología positiva es salud mental, física, longevidad.

Plenitud de vida

Pues bien, comienza a ser una evidencia que esta vida de plenitud es más viable en dinámicas comunitarias. Claro que una persona en una gran ciudad puede ayudar a los necesitados, amar a su esposa y educar a sus hijos. Es así. Pero en comunidad, en vecindarios muy poco densos, normalmente suburbanos, andar mancomunadamente empujando fuerte y apoyándose en una acción compartida es donde el sentido de la vida aumenta. Estamos hablando de conexión social, y cohesión social, de vernos, de hablarnos. Esa conexión social llena de compensaciones no solo es salud como ha estudiado la epidemiologia positiva, sino que es plenitud (florecimiento). Entonces a pesar de los problemas uno anda bien por dentro, en su cabeza, en su pecho, en su interior. Y anda bien por fuera, compartiendo, escuchando, contribuyendo, diciéndose a sí mismo “aquí estoy yo haciendo lo que me gusta, lo bueno y me canso, pero ¡qué sensación de verdad alcanzo rodeado de esta gente tan vigorosa!”.  Y esta sensación de fuerza y de estar completo, y además lleno, se multiplica cuando aparece la Trascendencia, en la liturgia, en la oración.  Está claro entonces que, aun enfrentando los problemas que todo el mundo tiene, en comunidad andamos lejos de la soledad, del aislamiento, de la depresión o la inseguridad. Al revés: en comunidad y en la vida religiosa -en el templo o en actos de servicio, o contemplando la huella de Dios en la naturaleza-  la salud mejora a tenor de los últimos estudios de la epidemiologia positiva que parten de la Universidad de Harvard. Pero no se busca la plenitud porque la salud mejorará, se busca la plenitud, el florecimiento, porque todos buscamos dar sentido a nuestras vidas y andar juntos en la verdad. Lo demás llega por añadidura.

Hablemos de los problemas y de posibles soluciones

Retomemos la sociología: los matrimonios se rompen como nunca antes, nacen menos niños, decae la vida cívica y solidaria, decae la afiliación religiosa que -de tejas abajo- es un encuentro humano constante en templos y celebraciones, sociales y familiares. No tengo la solución de muchos de los problemas mencionados en estas líneas sin embargo sí tengo claro que si la administración se esmera -inspirada por buenas ideas, fundaciones altruistas- en facilitar la vida comunitaria algunas cosas pueden cambiar para bien. De entrada, se puede repensar la España vaciada. Y podríamos comenzar a preguntarnos qué sucedería si recuperáramos aspectos de la vida rural, quizá suburbana muy poco densa, en la que caben viviendas de tres generaciones (con los mayores en casa); donde predomina un sosiego que va ayudar a los matrimonios a perseverar dada la reducción del estrés.

Además, el aumento del tiempo libre, del espacio y el juego de los niños les apartaría de las pantallas. Quizá los planes adolescentes serían más diurnos y menos noctámbulos; y por supuesto el incremento de la práctica religiosa compartida en el templo, en la vida, en el amor al prójimo, en la fiesta sería el aceite social que todo lo lubricaría. Y a partir de ahí crecería una vida cultural para todos más alta, tonificante, libros, cine de calidad, clubs de lectura, teatro, música.  Sé que es solo un proyecto y que el papel todo lo aguanta. Es difícil y hay que estudiar el tema en serio. Entre muchos agentes en juego.

Lo ha estudiado la sociología en el campo del capital social y la cohesión social. Las comunidades facilitan las virtudes más constructivas y plenificantes: generosidad, perdón, agradecimiento, amistad, servicio, propósito de vida, sentido de pertenencia. Y, ¿cómo se aprenden y se viven? En la acción. En el ejemplo acompañado de pocas palabras, en la imitación, en la unanimidad, en la seguridad de que son suelo seguro.

La comunidad deviene vivísima en su mimesis constante, en la concordia, en el vernos “juntos y hacia un mismo fin”.  Nos imitamos unos a otros y nos corregimos unos a otros implícitamente porque actuamos ejemplarmente sin hacer cursilerías ni ñoñerías.

Un colofón más económico: es necesaria la asociación cooperativa para construir o reformar casas sencillas en zonas rurales, y el apoyo de un pueblo que quiere dinamizarse a costa de ofrecer suelo barato. Y todo ello puede dar lugar a la construcción de casas más económicas y ayudar también en la gestión de escuelas más agiles porque son más pequeñas. Escuelas, familias, el templo y el campo. Creo modestamente que es una buena combinación. Y sé que es dificilísimo ponerlo en marcha. ¡Ah!: y las ciudades grandes siempre a mano, con el internet de fibra óptica hasta el pueblo. No es una propuesta Amish ni mucho menos. Sí es una aspiración cristiana y evangelizadora.

 

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