Domingo, 05 de mayo de 2024

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Santo Tomás de Aquino: 2. Contexto histórico

por Contemplata aliis tradere

 

Como ya dijimos al hablar en noviembre (fiesta el día 15) de San Alberto Magno, en la línea intelectual hubo, al principio de la Orden dominicana (1221) tres generaciones. La primera es la de Santo Domingo de Guzmán  y los que convivieron con él. Ellos fueron los que marcaron la pauta e introdujeron a la Orden en el estudio serio en vistas a la predicación. Ellos, desde el principio, aceptaron el reto universitario, asumieron cátedras e intuyeron la necesidad de una predicación doctrinal salida de largas horas de estudio. Una de las innovaciones más originales de Santo Domingo fue la de la celda individual, imprescindible para poder estudiar e investigar.

 

La segunda generación fue la de San Alberto que no conoció personalmente a Domingo. En el año 1223, ya muerto el patriarca, Alberto  conoció en Padua al beato Jordán de Sajonia, sucesor de Domingo, que le dio el hábito dominicano. En la mente del santo burgalés Domingo y de su generación, al hablar de estudios, se referían sobre todo a la Sagrada Escritura para poder predicar. Las artes liberales y la filosofía estaban todavía bajo sospecha. La generación de San Alberto, sin embargo, empujada por los signos de los tiempos aceptó plenamente el campo de la racionalidad como algo separado de la fe aunque a su servicio. Los estudios filosóficos se estaban desarrollando ampliamente en la Universidad y la predicación no podía realizarse a espaldas de este avance cultural.

 

Esto significaba que había que someter la fe a la comprensión de la razón. Grave escándalo para muchos. Ni Santo Domingo lo hubiera entendido. Sin embargo el progreso exigía adaptarse a los nuevos tiempos. El tema se hacía doloroso porque podía haber dos verdades: la de la filosofía y la de la fe. A pesar del sufrimiento que esta situación causaba, la filosofía y las ciencias experimentales seguían su marcha imparable hacia la autonomía. Hasta ahora, la poca filosofía que hubo, estaba al servicio de la fe. Ahora se hacía independiente y quería comprender el mundo desde sí misma. La gente se preguntaba: ¿Puede haber dos verdades? Y si las hay ¿cómo se pueden vivir? ¿Entre fe y razón quién debe prevalecer?  Eran asuntos importantísimos porque afectaban a la propia vida. ¿Qué pasa si yo entrego mi vida a la fe y me lo niega la razón? No podemos imaginar lo que sufrieron por estos temas aquella gente.

 

Santo Tomás, como veremos, apaciguó mucho y clarificó parte de los grandes contrastes de la época. Tras de él, toda la Orden se lanzó a la aventura de crear una nueva comprensión de Dios y del universo. Él forma la tercera generación de intelectuales dentro de la Orden. Tomás nació cuatro años después de la muerte de Domingo. Su vida se prolongó entre 1225 y 1274, o sea, sólo vivió 49 años. Fue discípulo de San Alberto aunque este le sobrevivió. Con Tomás se aclararon las posturas que marcan las grandes líneas del pensamiento actual. Su cosmovisión podrá variar en los contenidos pero cada cosa está colocada en su sitio.

 

Para entender en profundidad el carácter y talante de estos hombres y de su doctrina es necesario colocarlos en su tiempo, en sus circunstancias y en su cultura. El siglo XIII marca el momento álgido entre las relaciones de la fe con la razón y viceversa. Hasta ese momento, se estudiaba la Biblia en las Escuelas, a base de autoridades, sin discusión ni controversia posible. Se trataba, por ejemplo, el tema de la resurrección y a los alumnos se les explicaba y se les hacía aprender lo que han dicho de ella el Evangelio, San Pablo, San Agustín y otros grandes doctores. No cabía discusión alguna; lo decían las “autoridades”. No había dudas, ni opiniones, ni controversias. Eran tiempos de cruzadas y de fe recia, capaz de levantar grandes catedrales. Se vivía en seguridad y se disfrutaba de ella. El monje era feliz en su claustro deleitándose en la contemplación y la “lectio divina”, sin que jamás sus contenidos y valores fueran discutidos o puestos en duda. Lo mismo sucedía en la familia y en el conjunto de la sociedad. Era una pacífica posesión. La Iglesia, por ende, ejercía su maternidad marcando todas las pautas y no sólo hablaba de fe y costumbres sino que las imponía con facilidad.

           

El dios de estas sociedades teocráticas solía ser muy apañadito. Este dios jamás pone en cuestión ni el orden eclesial ni el social; los que mandan, seguirán mandando. En la política, los de “sangre azul”, es decir, los aristócratas, son privilegiados inviolables. Todo lo establecido, tal como está, es un conjunto sacralizado, contra el que nadie se atreve a atentar. El clasismo y la diferencia de clases, se consideran voluntad de Dios. Si al nacer te tocó la suerte del rico, del noble, del plebeyo o la del indigente, es la tuya, tienes que aceptarla. Eso decía la teología y la visión política de la época. El ser pobre, por ejemplo, es una vocación, como el nacer ciego o tullido. Cada uno tiene que aceptar su situación como venida de lo alto. Por eso, no hay movimientos sociales, ni el pobre es jamás sujeto de su propia historia. No la objetiva, no la razona, viene así dada de arriba. Lo más cristiano es aceptar las cosas tal como Dios las quiere.

 

            En esta concepción de la vida hay pocos sobresaltos. El que vive bien, vive bien; y el que no, tiene el consuelo de la fe y del más allá. El arte, los ideales, las figuras y santos a quienes imitar, no contradecían dicho status, más bien lo reforzaban. La gente no sabía leer pero en el arte encontraba bellas catequesis que no contradecían en nada todo lo establecido. La esperanza se colocaba en el cielo, con lo que se infravaloraba con facilidad la vida terrena, que era un simple paso y lugar de prueba. La injusticia, el asesinato, la opresión, bajo capa de fe o de hazaña bélica, eran moneda corriente, sin que ello contradijera el sistema establecido, del cual apenas eran conscientes ni los más aprovechados de él.

 

            Durante esta época feudal, la España árabe vivía momentos de esplendor, como nunca después alcanzó la cultura musulmana. En Córdoba rivalizaban sabios moros y judíos, como Maimonides y Averroes. A través de ellos, llegó a Europa la filosofía griega,  pagana y racional,  traducida al latín en la famosa escuela de traductores de Toledo. Con la llegada de la razón, cundió la zozobra en muchas conciencias, pues la pacífica posesión de la fe, vivida hasta ahora, se vio turbada por nuevas concepciones de Dios y del mundo. “¿Es posible una visión del mundo distinta de la cristiana? Si es así, seguro que son contradictorias”. La razón pagana rompió el idilio. El mundo aristocrático enredado en sus luchas era poco sensible a lo intelectual, de ahí que no se percataran del peligro. La Iglesia reaccionó pronto.

 

            Los pioneros de lo racional no lo tuvieron nada fácil. Abelardo fue el primer teólogo que utilizó la filosofía racional griega para fundamentar la teología cristiana. Esto produjo gran contradicción: “¿Qué necesidad hay de razonar la fe? Se cree y basta.” La Iglesia condenó varias tesis de Abelardo y el pueblo, poco amigo de novedades y firme en sus seguridades, estaba con ella.

 

             Como es de suponer, la irrupción se hizo imparable. Los maestros ya no podían basarse en autoridades sino que había que discutirlo todo. En las Escuelas se pasó de la simple “lectio” a la “disputatio”, en la que entraban ya razonamientos y posturas encontradas. Durante más de un siglo se sufrió mucho, con crispación e inquietud en las conciencias. Poco a poco, se fue imponiendo la nueva realidad. A veces había disputas solemnes a las que asistía todo el claustro de profesores y alumnos. “Una disputa es provechosa, dice Santo Tomás, cuando instruye a los oyentes para inducirlos a la inteligencia de la verdad de que se trate; entonces es necesario dotarse de razones que investigan la raíz de la verdad y que hacen saber cómo es verdadero lo que se dice. Por el contrario, si se determina la cuestión sólo mediante autoridades, el auditor podrá certificar que es así, pero no adquiere ninguna ciencia ni inteligencia y se irá vacío”.

 

            Por esta época, siglo XIII, los mercaderes e industriales comenzaban a hacerse ricos y sus gremios formaron ciudades populosas, cambiando el mundo con nuevos usos y exigencias. Fue ésta la primera revolución burguesa. Una de sus exigencias fue la de la formación. Hubo un gran movimiento de alfabetización y pulularon los estudios por doquier, naciendo las universidades, es decir, escuelas universales donde se estudiaba todo el saber. A finales del siglo XII surgieron la de Bolonia y la de París y después muchas otras en catarata como, por ejemplo, la de Salamanca. Las órdenes mendicantes, nacidas a principios del XIII, entraron de lleno en este nuevo afán y proporcionaron los más grandes maestros. Entre ellos destacó, por encima de todos, Santo Tomás de Aquino, el genio que hizo una síntesis maravillosa entre fe y razón, teniendo el coraje de poner toda la sabiduría pagana, en especial la de Aristóteles, al servicio de la fe cristiana. Con esto, el cristianismo dejaba de ser un gueto placentero, se modernizaba y entraba en diálogo con todas las culturas.

 

Hace un tiempo, el Papa Juan Pablo II, escribió una encíclica “Fides et Ratio”, que trata del mismo tema que nos preocupa en este escrito. “La fe y la razón, dice,  son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él, para que conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”(1). Este tema siempre será actual. En cada nuevo reto de la ciencia, con sus grandes y continuos descubrimientos, parece que se va a poner en cuestión todas las soluciones dadas hasta ahora.

           

El conocimiento lleva consigo, con frecuencia, fuertes sufrimientos y tensiones. Cuando hay problemas sin resolver, que afectan a la propia vida, cualquier inseguridad duele. Estos días de la Edad Media eran días de fe. Nadie ponía en cuestión a Dios, como hemos dicho,  ni se dudaba de sus misterios. La aparición del espíritu racional y crítico produjo mucha inquietud. La fe y la razón necesitaban una gran síntesis y ensamblaje.

 

 




(1) “Fides et Ratio”, pag. 3. 1998.

 

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