Sábado, 21 de septiembre de 2024

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La liturgia, lugar de humildad

por Corazón Eucarístico de Jesús


La liturgia es el lugar de la humildad, en cuanto que se participa desde la humildad, se expresa la humildad y se es educado en la humildad. En la liturgia no se puede entrar desde el orgullo y la soberbia, sino desde la sencillez, la libertad y la apertura de corazón a la gracia, a Jesucristo mismo que se hace presente y nos permite entrar a participar en su Misterio de salvación. La humildad, al ser verdad, es condición sine qua non para entrar en el misterio litúrgico y vivir la Verdad, hecha gracia y luz en la acción litúrgica. Y ésta misma acción litúrgica enseña, con sabia pedagogía eclesial, la verdadera humildad.

    El hombre aprende a reconocerse en su verdad y entrar en el misterio de su ser en la liturgia, despojándose de máscaras y presentándose ante Dios tal cual es. Sano ejercicio. El que vive en la máscara y en la mentira, se oculta y se esconde de Dios: Adán, "¿dónde estás?" (Gn 3,9), pero el que reconoce la verdad de su corazón puede estar ante Dios y ser curado, el que muestra las llagas puede ser sanado, el que reconoce su limitación puede seguir caminando y creciendo.

     Buen ejercicio de esta verdad-humildad resulta ser la acción litúrgica. En ella, el cristiano, antes de participar de los sagrados misterios, entra en su corazón para luego confesar sus pecados ante Dios "y ante vosotros hermanos"; el mismo silencio, examen y confesión diarios hecho al final de la jornada en las Completas. El máximo exponente de humildad, la confesión personal, hecha desde la sinceridad y el arrepentimiento en el Sacramento de la Reconciliación: los propios pecados no se ocultan, se confiesan y se ponen en las manos de Dios, para que Él otorgue, por su Iglesia, el perdón y destruya nuestros pecados, que nos quitan la vida. 

 
"Ten piedad de nosotros y danos, por la humilde confesión de nuestras culpas, tu paz y tu perdón" . Y constantemente se recordará la propia indigencia y fragilidad, pidiendo "ten piedad de nosotros" (Kyrie, Gloria, Agnus Dei, letanías penitenciales), "ven en mi auxilio" (invocación inicial de la Liturgia de las Horas).

    La liturgia nos recuerda y actualiza sacramentalmente para la Iglesia hoy las maravillas de la salvación de Dios. Esta salvación es otorgada gratuitamente, no corresponde a ninguna acción nuestra, sólo a su amor y misericordia: "Señor, Dios todopoderoso, que, sin mérito alguno de nuestra parte, nos has hecho pasar de la muerte a la vida y de la tristeza al gozo". 


Cristo es el Maestro de humildad del cristiano: su Misterio Pascual comienza en la kénosis, despojándose de su condición divina y asumiendo la condición de esclavo, como canta la liturgia en las I Vísperas del domingo. "Por medio de la humillación de tu Hijo levantaste la humanidad caída" (Oración colecta Domingo XIV T. Ordinario). Y como el siervo no es más que su señor, el cristiano, contemplando la humildad de Cristo, el sacramento de la humildad del Verbo, aprende a vivir manso y humilde. 

El Misterio de Cristo es desplegado en la anámnesis a lo largo del año litúrgico, contemplando el ejemplo de humildad del Señor; en Navidad vemos a Aquel que vino "por vez primera en la humildad de nuestra carne" ; en la Cuaresma, Cristo tentado y vencedor, subiendo a Jerusalén; el Triduo Pascual, la humillación del Crucificado, exaltado luego "como Juez Poderoso" (Prefacio de la Pasión I). Cristo, humillado, es luego ensalzado; el cristiano, que quiera ser el primero, ha de hacerse siervo de todos, el último. ¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor!

    La epíclesis es el gran resumen, el paradigma perfecto de toda humildad, la síntesis. Aquí está el perfecto locus humilitatis. El Espíritu Santo, Amor entre el Padre y el Hijo, Fuerza santificante y salvadora, es invocado por la plegaria humilde y confiada de la Iglesia. Sobre el pan y el vino el presidente invoca al Espíritu extendiendo lenta y ampliamente las manos sobre la ofrenda. Por la virtud del Pneuma el pan y el vino son transformados sustancialmente en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, no son ya comida y bebida ordinarios, sino alimentos celestes y espirituales. La materia del pan y del vino, por sí mismas no podrían convertirse en alto tan distinto y excelso, ni siquiera por la oración o el deseo del presidente: sólo el Espíritu Santo puede transformarlos.

    El cristiano no puede ser hecho Cuerpo de Cristo, miembro del Señor, ni puede transformarse o crecer por sus propias fuerzas, sino única y exclusivamente por la acción del Santo Espíritu; Éste eleva y transforma la materia santificándola, Éste convierte, santifica y plenifica al comulgante, deificándolo. Así se aprende a vivir de la gracia y de la acción de Dios. Casi nada depende del hombre, es Dios quien actúa y capacita al hombre. La misma materia es sencilla y humilde, el pan y el vino, pero por la epíclesis se convierten verdaderamente en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Nuestra propia materia, ¡somos barro! da lugar a la conversión de nuestras vidas en el mismo Cristo, Cristo en nosotros, dentro de nosotros. Es la pobreza elevada por gracia, la epíclesis instrumento eficaz de Dios.

    En la epíclesis está la mayor enseñanza y realidad de la humildad. La materia es pobre, pero elevada. El cristiano, arcilla. Y si la materia es elevada hasta ser el mismo Cristo, el cristiano es convertido en vaso frágil que contiene el tesoro de la gracia. Nadie es santificado por sí mismo ni por su ascesis (eso es pelagianismo... hoy muy actualizado y en boga). El cristiano vive de la gracia, no de sus propias obras. ¡La vida cristiana es una epíclesis existencial! Donde hay orgullo, no hay epíclesis, está el Maligno, no el Espíritu de Dios. Donde hay humildad, está el Espíritu.

Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen Inmaculada aceptando, al anunciárselo el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo: tú que la has transformado, por obra del Espíritu Santo, en templo de tu divinidad, concédenos siguiendo su ejemplo, la gracia de aceptar tus designios con humildad de corazón. (Orac. colecta 20 de diciembre).
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