Filippo Pellini será este mes ordenado diácono en la Fraternidad Sacerdotal de Misioneros de San Carlos Borromeo, vinculada al movimiento de Comunión y Liberación, donde este joven italiano pudo conocer la fe, profundizar en ella y hallar más adelante su vocación al sacerdocio.

Proveniente de una familia poco religiosa y tras abandonar completamente en la adolescencia la parroquia donde recibía catequesis, fue el conocer a personas de esta realidad eclesial fundada por don Luigi Giussani, donde empezó a percibir la belleza de la fe y cómo los cristianos se comportaban de un modo diferente.

Así fue se dando un proceso paulatino y en el que después de acabar la universidad y empezar un buen trabajo supo que estaba llamado a anunciar el Evangelio. Gracias a una beca de CARF (Centro Académico Romano Fundación) ha podido estudiar en Roma, y prepararse para este momento tan importante. A continuación, él mismo relata su testimonio en primera persona.

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Filippo y su camino vocacional 

Mi nombre es Filippo Pellini, tengo treinta años y actualmente estoy cursando el tercer y último año de la licenciatura en teología en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en Roma, elegida entre las distintas universidades pontificias presentes en la ciudad por la reconocida calidad de la enseñanza y por la relación de mutua estima que nos ha ligado durante varios años. Hasta ahora, las expectativas no han sido defraudadas.

Si Dios quiere, seré ordenado diácono en junio. Pertenezco a la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo. Es una sociedad de vida apostólica fundada en 1985 por Mons. Massimo Camisasca, ahora obispo en Reggio Emilia, junto con otros sacerdotes que deseaban vivir su ministerio siguiendo el carisma de Comunión y Liberación, el movimiento eclesial nacido en torno a la figura de Don Luigi Giussani.

Las características esenciales de San Carlo son misión y comunión. En el momento de nuestra entrada definitiva en la Fraternidad, que se produce con la ordenación del diaconado, damos nuestra voluntad para ser enviados a cualquier parte del mundo a fundar casas de sacerdotes en las que vivir la vida fraterna. Entre nosotros solemos repetir que “la misión no es otra cosa que la expansión de la comunión entre nosotros”: nuestro anuncio fundamental es el resplandor de la novedad de vida introducida por Cristo en el mundo a través de nuestra propia unidad. De hecho, estamos convencidos de que la posibilidad de una verdadera comunión humana es la verdadera novedad y el verdadero atractivo del cristianismo y de la Iglesia.

«Abandoné la parroquia tras la confirmación»

Esta introducción sobre mi vocación guarda relación con mi historia y el recorrido de mi vida que me ha llevado hasta aquí, a estudiar en la Santa Cruz y a un paso de mi “sí” definitivo a la forma vocacional que Dios ha elegido para mí. Pero quizás sea mejor empezar desde el principio.

Nací y crecí en Milán, en una familia que no era particularmente religiosa, pero que me animó a estudiar el catecismo y me dio la oportunidad de recibir los sacramentos de la iniciación cristiana. Sin embargo, como tantos jóvenes, después de recibir la confirmación, sin grandes dramas existenciales, simplemente dejé de asistir a la parroquia. Tenía 12 años en ese momento y no tenía nada en contra de Dios o de la Iglesia.

Si me alejé de Él durante algún tiempo, fue porque ni uno ni otro me parecieron tener nada significativo que decir sobre mi vida concreta. Eran todas cosas hermosas, pero no tenían nada que ver con la “vida real”, que era otra. Sin embargo, gracias a esos años de catecismo y parroquia, no olvidé a algunas personas que conocí, respetando su  fe y por su forma de vida. Creo que esto me ha permitido no caer en el nihilismo de muchos de mis compañeros y no abrazar ideologías anticatólicas. Sobre todo, puso en mi corazón esa buena semilla que luego florecerían en el encuentro con el movimiento de Comunión y Liberación.

Las amistades en el colegio

Durante mis años de colegio, nacieron amistades profundas – que aún me acompañan – con chicos para quienes la fe realmente tenía que ver con la vida, es decir, con el estudio, con sus pasiones, con las lecturas y, sobre todo, con sus relaciones.

Lo que más me atraía de estos amigos era la forma en que se miraban y se trataban, como si en las cosas cotidianas estuviera el sentido mismo de la vida. Cada uno tenía en el corazón el destino de los demás, la realización humana de los demás, y eso los unía. Básicamente, estos jóvenes vivían una verdadera amistad. Así que empecé a estar con ellos, a hacer todas las cosas que los adolescentes hacen normalmente: estudiar juntos, irme de vacaciones, formar una banda, jugar al fútbol, etc. Pero todo esto tenía un nuevo sabor, de alguna manera más humano y más real. Fue en ese período que, de manera todavía confusa, sentí que Cristo realmente tenía algo que ver con la vida y tenía el poder de transfigurarla.

Drama espiritual

Todo esto, sin embargo, no se vivió sin drama espiritual: la fascinación que despertó en mí esas amistades, fueron contrarrestadas por la voz del mundo, que me ofrecía una mentalidad y gratificaciones muy diferentes. Viví unos años con “el pie en dos zapatos”, internamente dividido entre dos visiones opuestas del mundo y de la vida. A pesar de algunos errores, gracias a la amistad y el cariño incondicional de algunas personas, las dudas se resolvieron durante los años universitarios.

Comencé a asistir a la facultad de diseño en Bovisa, la sede del Politécnico de Milán, una universidad muy prestigiosa. Allí decidí seguir la compañía de amigos que me acercaban a Dios y a la Iglesia universal. Tomar una decisión definitiva y aceptar que la fe católica comenzaba a definir plenamente mi persona fue para mí un primer gran paso hacia la madurez.

A partir de ese momento, nunca habría dejado la compañía del movimiento CL, ni durante los años especializados que pasé en Lausana, ni durante mi corto y ajetreado año de trabajo antes de ingresar al seminario.

El encuentro con un buen sacerdote

La Providencia quiso que durante mis últimos años de universidad,  D. Antonio, sacerdote de la Fraternidad San Carlo, fuera capellán de Bovisa. El encuentro con él fue el encuentro con un padre que supo acompañarme en el laberinto de afectos, acontecimientos y deseos que de vez en cuando ocupaban espacio en mi corazón.

Fue en ese momento cuando se me aclararon algunos puntos fundamentales. En primer lugar, me di cuenta de que lo que más me alegraba era cuando podía comunicar a otros la plenitud de vida que había encontrado o, mejor aún, que esa plenitud permanecía así solo cuando se comunicaba. Fue la primera intuición de la belleza de la misión. Un segundo aspecto fue la profundización en mi vida diaria de la dimensión del silencio y la oración, que sucedió sobre todo después de una peregrinación a Medjugorje.

Intimidad personal con Cristo

Para mí fue el descubrimiento de una intimidad personal con Cristo, que luego se desbordó en todas las tareas diarias, en la facultad o en la casa que vivía con algunos compañeros. Finalmente, en la relación con una chica con la que nacieron sentimientos importantes. También tuve la oportunidad de intuir la verdadera naturaleza de la virginidad, que no es la renuncia a los afectos, sino la posibilidad de vivirlos en plenitud.

Todos estos elementos hicieron que, a los pocos días de obtener mi título, acudiera a D. Antonio para formularle la pregunta vocacional que ya no podía evitar: ¿y si el camino por el que el Señor me llama fuera el sacerdocio?

Por lo tanto, decidimos tomarnos un tiempo para verificar esta hipótesis. Comencé a trabajar como diseñador gráfico, trabajando en una oficina editorial y como asistente en el Politécnico. Pasaron los meses y me gustó el trabajo, incluso me contrataron en un estudio gráfico muy conocido para hacer exactamente el trabajo que más me apasionaba, trabajar en proyectos importantes y gratificantes desde el punto de vista profesional.

«Solo tú tienes palabras de vida eterna»

Sin embargo, todo esto no era suficiente. Nada de esto me hacía más feliz que cuando anunciaba y daba testimonio de la novedad de Cristo. No entendía por qué el Señor me pedía ese gran paso pero me di cuenta que si no lo hubiera dado, habría perdido las cosas más bellas que llenaron mi vida: Señor, si nos alejamos de ti, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna [cf. Jn 6,68]. Así fue que en la primavera de 2015 fui a Roma para pedir al P. Paolo Sottopietra, nuestro superior general, ser admitido en la Fraternidad de San Carlos.

Después de más de cinco años de vida en la Fraternidad y habiendo alcanzado el umbral de la ordenación, mirando hacia atrás, solo puedo estar agradecido por la aventura a la que Dios me ha llamado, llena de rostros amables y pruebas que afrontar.

Solo puedo desear lo mismo para los años venideros y, por lo tanto, no puedo dejar de agradecer a quienes, con oraciones y ayuda material – como  mis benefactores de CARF, quienes me sustentaron con sus oraciones y su ayuda financiera para poder estudiar en esta gran Universidad donde me encontré con muchos amigos nuevos de todo el mundo y pude profundizar con profesores excelentes, tantas disciplinas que me van a ayudar en mi misión como sacerdote del Señor y que me permiten recorrer este camino.