Estamos en los inicios de la Cuaresma, y como cada año el Papa nos envía su mensaje para este "periodo fuerte". La Semana Santa está a escasos 40 días, y como ante todo evento importante nos debemos preparar. El Domingo de Resurrección no es un día más, es una fiesta grande, y las fiestas, entre otras cosas, nos ayudan a dar intensidad a nuestra vida,  a marcarnos "etapas volantes" como las de las grandes carreras ciclistas. La Iglesia, a través de su vicario, no deja de ser experta en humanidad. Y este año lanza una invitación a todos los cristianos y hombres de buena voluntad: "No nos cansemos de hacer el bien" (Gál 6, 9).

Llevamos ya dos años de pandemia, con sus restricciones, mascarillas, vacunas, polémicas en pro y en contra. Dos años, 24 meses, de pocas relaciones humanas, al menos en lo que a contacto físico y presencia tangible se refiere. Nos vendieron una "cercana normalidad" que no llega. Llega una ola, sube, baja, parece que se acerca el final y sin embargo... Y en medio de este cansancio nos hemos acostumbrado a las cifras de fallecidos,  a las disputas por la gestión de la pandemia. Y también, es cierto, a un mayor control del ciudadano por parte de los gobiernos.

En España hemos tenido también semanas y meses de tensión por la erupción de un volcán en una de las islas de nuestro archipiélago canario. Cada día el volcán ha ido sepultado casas y cultivos de La Palma, ante la impotencia de sus habitantes y la poca capacidad de reacción, en parte comprensible, de los gestores de las res publica.

Se acaba esta presión (aunque falta mucha reconstrucción), se tranquiliza, aparentemente, la pandemia, y nos asalta la honda preocupación por el conflicto en Ucrania. Crecen las tensiones entre los grandes bloques del mundo, asomando la acción armada y el miedo más que razonable, de que este conflicto vaya en aumento e  involucre a más países.

Parece que estamos reviviendo, con crudeza, el mito de Sísifo. Hemos de subir una gran piedra a la cima de la montaña y, cuando parece que ya casi estamos, la piedra vuelve a rodar ladera abajo. Y sólo nos queda volver a empezar, volver a empujar, con el miedo pisándonos los talones, amenazando con que la gran piedra vuelva a rodar ladera abajo. ¿Avanzamos en nuestra vida? ¿Merece la pena seguir trabajando y luchando en el campo de batalla?

Y en este aparente "continuo retorno del mal", la Iglesia nos invita: "No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos".

"La hierba crece de noche", escribió hace años el gran periodista y sacerdote José Luis Martín Descalzo. Y sólo con el tiempo vemos que el trigo va creciendo, despacio, sin prisas. Pero la espiga va surgiendo de la tierra, crece, y con los meses se llena de granos de trigo. Es cierto que junto a ella también crece la cizaña, el mal, el mal externo de este mundo imperfecto, y el mal interno de nuestra debilidad y nuestro pecado. Ambos crecen, y crecen juntos, también en el mismo corazón.

Por ello es más importante la exhortación paulina, para los cristianos y para los no cristianos. El hombre, y es una de las grandes certezas que no podemos negar, quiere ser feliz, busca el bien. En ocasiones es un bien pequeño, mezclado de egoísmo, y en ocasiones, con más frecuencia de lo que a veces creemos, es un bien grande, generoso. ¿Cuántas madres se desviven día a día, calladamente, por sus hijos? ¿Cuántos padres repiten, una y otra vez, aquel buen consejo al hijo rebelde? ¿Y cuántos están esperando a que el hijo alejado haga el  más pequeño gesto para abrirle las puertas de su corazón?

El bien va triunfando, en medio de muchos males. Sólo por eso los jóvenes, las nuevas generaciones, siguen queriendo vivir, siguen persiguiendo grandes ideales. Y sólo por eso los ancianos, mirando al pasado, pueden decir: he alimentado el cuerpo y alma de mis hijos y nietos, y ellos han crecido. El bien existe, sigue creciendo, y merece la pena gastar la vida por él; además, sabemos que el Bien nos premiará.