El lunes, 22 de febrero, asistí a un acto entrañable en la catedral de Segovia. La diócesis segoviana tributó un merecido homenaje de recuerdo agradecido a quien fue su obispo durante 25 años, monseñor Antonio Palenzuela Velázquez. Ese día y en la misma catedral, donde ahora reposan sus restos, cuarenta años antes, había tenido lugar la ordenación episcopal de este grande, sabio y humilde Obispo, «pastor conforme al corazón de Dios». Si traigo aquí su nombre, es porque nuestra sociedad necesita de hombres como él, verdaderas y apasionantes referencias de humanidad nueva para los momentos complicados y desorientados de hoy.

Fue un servidor fiel y prudente, que no buscaba otra cosa que agradar a su Señor, trasparentar la bondad y el amor, la compasión y la misericordia de Dios que vemos y palpamos en el rostro humano de su Hijo único, Jesucristo. Trasparentó a Dios, que es Amor, en servicio silencioso y oculto para con los pobres. Fue una persona recia, amable, cariñosa, afable, sencilla, atenta y delicada en la sobriedad de su expresión. Nunca se le vio en primeros puestos, ni jamás se hizo el importante. Su vida y persona desvelaban un hombre sólido y bien fundado, con la reciedumbre y solidez de quien se apoya y funda en la roca firme de la verdad; noble y leal, transparente y sin ninguna doblez; abierto, con mirada de amplios horizontes y perspectivas de futuro; sus pronósticos de entonces, vistos o leídos hoy son diagnósticos certeros del momento presente. Fue un amigo de verdad, uno de los que no falla, porque era de la verdad, verdadero y libre con la libertad de la verdad y de la confianza. ¡Qué libre que era, cómo amaba la libertad, y cómo te sentías libre con él y ante él! Porque era un hombre de la verdad, por eso fue tan libre.

Ofrecía y no imponía, buscaba la verdad y la servía, no se servía de ella ni la arrojaba contra nadie. Creía en las personas; se fiaba y confiaba. Te podías fiar de él.  Intelectual de gran hondura y penetración. Iba al fondo de las cosas. Hombre humilde, con la humildad de la verdad, la humildad del que se sabe ante Dios y del niño confiado en brazos de quien sabemos nos quiere.

Trabajador incansable en los duros trabajos del Evangelio para que todos los hombres crean, conozcan la verdad de Dios y del hombre, y sean así bienaventurados. Su gran dedicación fue la transmisión de la fe; como los Apóstoles, o como ahora el Papa Benedicto XVI, se centró en lo esencial. Hombre de fe y maestro de la fe; hombre de Iglesia, la amó de corazón, daba gracias por ella, la sirvió con entera y plena fidelidad y dedicación, se entregó a ella y vivió en plena comunión, sin fisuras, en ella y con ella, con el Papa y con su magisterio. Un Obispo del Concilio. Perteneció a la generación de obispos a quienes les correspondió la suerte de aplicar y llevar a cabo las enseñanzas conciliares para la renovación de la Iglesia. Hombre de esperanza; desde su primera alocución en la bella catedral segoviana, se definió como un obispo que se sentía llamado a «convocar a una gran esperanza».

Testigo y modelo de caridad. ¡Cuánto supieron de su caridad muchos pobres y ancianos! Recuerdo un año, antevíspera de la Navidad, estábamos trabajando en su casa; sonó el timbre de la calle un montón de veces; salió él mismo a la puerta todas ellas y a todos les daba su donativo; hasta que llegó un momento en que me confesó: «vámonos al seminario, ya no me queda nada para darles». Así era él. Hombres así necesitamos hoy.


* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.

*Publicado en el diario