"Si de verdad queremos que haya paz en el mundo, empecemos por amarnos en nuestras propias familias", dijo en una ocasión la Madre Teresa.

Nací y crecí en uno de los momentos más convulsos de la historia reciente del Perú. Durante aquellos años, las bombas estallaban día sí y día también, en cualquier punto de la ciudad y de todo el país. La inflación superaba el 7000% y los armarios de la gente, repletos de billetes, se convertían en armarios repletos de confeti, al día siguiente. Cuando vine al mundo, recuerda mi padre, para comprar leche tenía que hacer colas interminables. Leche… pero, también, azúcar, huevos, manzanas, aguacates, remolacha… Porque, si era "solo leche", no se la daban. Aquello no era una "guerra", pero como si lo fuera.

Corría el final de los ochenta, principios de los noventa, cuando el Sendero Luminoso y el MRTA se dedicaban a matar gente de forma muy bestia. Perros, vacas, ¡incluso niños!, cargados hasta los dientes con dinamita, volaban gigantescas torres de alta tensión. Tras la explosión, llegaba el apagón. Mis hermanos cogían unas botellas… rodeaban las boquillas con papel y las coronaban con velas alargadas, que siempre teníamos preparadas. Para no darnos un traspiés, repartían de habitación en habitación estos curiosos quinqués. Mi casa, llena de parpadeantes lucecitas, se convertía, entonces, por unas horas, en una especie de templo sagrado. En un fuerte infranqueable. En la auténtica Masada. En un remanso de paz en medio del caos. En un "peligrosísimo" laboratorio de "hombres libres nacidos en cautividad".

Sin salir a la calle para poder jugar, sin poder ver la tele, sin poder utilizar los móviles -porque no existían-, sin poder cocinar… Comenzaba el momento más importante del día, que marcaría, sin duda, mi propia vida. Alrededor de una mesa, nos juntábamos toda la familia a charlar. Debatíamos, peleábamos, contábamos historias, chistes, anécdotas… Porque, apenas empezaba a caminar, y ya me habían matriculado en la Universidad. Y, así, fuimos creciendo, en eso que llamamos el "espíritu del apagón". Desde muy pequeños, gracias a esos momentos, íbamos aprendiendo que la auténtica fuerza está en el interior, que el poder de los malos es siempre relativo, que la libertad suprema es poder amar y que el hombre tiene un único Señor.

Hace unos meses saltaba la noticia de que unas monjitas habían sido expulsadas de un país centroamericano. El matón de turno se había sentido profundamente amenazado. Decía que limpiar heridas con cariño era haberle provocado. ¡Y cuánta razón tenía! Porque aquel "prócer" bien sabía que es precisamente en la cruz donde se revela que el poder lo tiene siempre el de arriba. Las hermanas, con sus bártulos a cuestas y la dignidad intacta de saberse hijas de Dios, cruzaron la frontera y se plantaron en Costa Rica. Sin buscar ser odiadas, encontraron el mayor de los desprecios. Sin pretender ser amadas, eligieron la verdad, que es el mejor de los caminos. ¿Cuál había sido su artimaña? Haber estado unidas, decía su fundadora, como una familia.

Pasó el tiempo y me llamó la atención otra noticia de esta misma orden religiosa. Resultaba que el Gobierno chino les había permitido entrar en su territorio, eso sí, siempre que se vistieran de seglar, ya saben, por aquello de no molestar Y, entonces, pensé: ¿se dejarían embaucar? ¿Un "trozo de tela" comparado con el bien que podrían suscitar? Pero ellas lo tenían claro. Nadie les podía engañar. Horas y horas cada jornada, arrodilladas como hermanas, ¿había sido una patochada? Y, entonces, recordé la infancia de aquel niño. Cuando las bombas no lo podían siquiera rozar. Cuando la luz imponía su criterio a la oscuridad. Y, me dije, que no nos vendan la burra, la mayor amenaza nuclear es la familia y, recuerda: ¡todos tenemos una!