"Lo esencial es invisible a los ojos".  Según esta frase de El Principito, no sólo tiene valor lo que no vemos, sino que es “lo esencial”. Siguiendo esta máxima, no puede estar este pensamiento más alejado del mundo de hoy. Un mundo que tiende progresivamente a dar un valor cuasi absoluto a lo visible.

Las redes sociales son el paradigma de nuestro tiempo: poner en un escaparate nuestros gustos, aficiones, intereses, y un vasto número de “amigos”, cuantos más mejor, de los que la gran mayoría apenas se conocen. Nuevas “profesiones” como los influencers, instagramers, y tiktokers, son la quintaesencia a la hora de rendir culto a la apariencia. Son los nuevos ídolos de muchos jóvenes a los que intentan emular atesorando sus propios “likes”. Pero esta mutación cultural se ha producido no hace mucho tiempo. Como dice el filósofo José Ramón Ayllón, parece que el ser humano ha perdido su condición de homo sapiens y se ha convertido en homo videns, pues parece que no existe todo aquello que no se ve en una pantalla.

La formación de los jóvenes de hoy se apoya fundamentalmente en imágenes, cuanto más brillantes y coloridas tanto mejor, y éstas disparadas a un ritmo vertiginoso, a modo de flashes; mientras que la afición a la lectura, que invita al reposo, a la meditación, en definitiva, a profundizar sobre el sentido de las “cosas”, no ha hecho más que decrecer en las últimas generaciones, y hoy en día casi puede considerarse una reliquia del pasado en niños y adolescentes.

Existe una tradición en las celebraciones eucarísticas desde el V domingo de Cuaresma, observada en algunas iglesias, de ocultar todas las imágenes expuestas en su interior, recordándonos que Jesús ocultó su gloria durante su Pasión; como también Jesús se ocultó cuando proclamó ante los judíos “antes que Abraham, Yo soy” (Jn 8, 58). Su divinidad permanecía oculta a los ojos de los poderosos, aquellos que por su soberbia eran ciegos a la “Verdad”, a Dios, que es invisible a los ojos, y sólo los sencillos y humildes, los “pequeños”, pueden ver con el corazón.

En las Bienaventuranzas, “sólo los limpios de corazón verán a Dios”, y como le dice el zorro al Principito “sólo con el corazón se puede ver bien”, ¿y no es acaso Dios, invisible a nuestros ojos, verdaderamente “lo esencial”?

Siempre me ha llamado la atención la sonrisa, reveladora de una alegría exultante, de las jovencísimas monjas de Iesu Communio cuando posan en una foto todas juntas con sus austeros hábitos azules… Su alegría es un contrapié difícil de digerir para quienes siguen los cánones mundanos y venden machaconamente a los jóvenes un modo de vida al límite, como “surfeando” en la superficie: juergas, viajes, moda, redes sociales, videojuegos… y en el otro polo, el misterio de esa vida oculta, en el “jardín interior” de las monjas de vida contemplativa, que parecen “ver” con el corazón a Dios, lo que resulta incomprensible para el “mundo”.

La realidad del aborto resulta también una auténtica paradoja. La vida del ser humano está como “oculta” en su primera etapa de vida antes del nacimiento, pero Dios quiso bendecirla, cuando en el vientre de Isabel, Juan el Bautista “exultó de gozo” (Lc. 1, 41-44) al reconocer que en el vientre de María, se gestaba Jesús. Y así ha sido desde siempre, hasta que la técnica nos ha proporcionado medios para ver cómo se va gestando un bebé en el vientre de su madre. Sin embargo, cuantos más medios existen para mostrar, tanto el desarrollo del ser humano que se está gestando, como la evidencia científica de que la vida del ser humano comienza en la concepción (al disponer de toda la información genética necesaria para su desarrollo), asistimos a un hecho incontestable, que es, no sólo la liberalización del aborto, sino la ocultación deliberada de lo que acontece en su ejecución.

Las imágenes de cómo se practica son censuradas en una época en la que todo se traduce a imágenes, siendo precisamente sus partidarios quienes más las censuran, mientras defienden elevar el aborto a la categoría de derecho. ¿No es acaso esto una contradicción? Lo que constituye un derecho no es sólo algo permitido, sino que implica además la obligación añadida por parte del Estado de procurar su ejecución, porque es tomado como algo tan “bueno” que se concibe como “debido”.

Y si esto es así, como proclaman sus defensores, haciendo gala de una pretendida superioridad moral, ¿por qué se oculta su realidad? No debería existir objeción alguna en mostrar lo que ocurre en un aborto, si éste se concibe como un derecho, y, por tanto, como un acto legítimo. Es ésta otra acepción de “lo oculto”, cuando deliberadamente se esconde lo que se teme dar a conocer, pero Jesús nos apremia en el Evangelio: “Porque nada hay oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de ser conocido y de salir a la luz” (Lc 8, 17).

En la célebre obra de Shakespeare, Hamlet, el príncipe danés, sólo se atreve a asesinar a su odiado tío, que asesinó a su padre y se casó con su madre, cuando cree (erróneamente) que se encuentra oculto tras unas cortinas. Es entonces cuando decide asestarle una estocada mortal con su espada. Es una siniestra analogía, pero sin embargo, encierra una cierta verdad, la que nos descubre Julián Marías al comparar las circunstancias en las que se da muerte al niño no nacido en el seno de su madre, con las circunstancias que llevan al príncipe Hamlet (incapaz de enfrentarse cara a cara con su víctima) a darle muerte entonces, cuando se encuentra con la oportunidad de no ver cómo su espada atraviesa mortalmente su cuerpo.

Bien es verdad que en el aborto, aunque el bebé aún no nacido permanezca oculto a los ojos de su madre, el abortero, que puede ver al menos su imagen más o menos realista en el ecógrafo, es de suponer que no abrigue odio alguno, sino pura indiferencia, antes de proceder asépticamente, como quien extirpa un tumor… No hay que olvidar que la otra cara del aborto es un negocio, el producto es el concebido y no nacido, y su mejor publicidad, la ley que lo declara “derecho”. La Organización Médica Colegial de España (OMC) “no oculta” la verdad del aborto. Su nuevo Código de Deontología Médica declara: “Es un deber deontológico respetar y proteger al concebido y no nacido” (art. 61.1).

Si el vientre de las madres embarazadas fuera de cristal, ¿cuántos abortos habría? Se pregunta retóricamente el actor Eduardo Verástegui, dejando en evidencia esa misma cruda realidad.

Con la legalización del aborto, y más aún, con su encumbramiento como derecho, el relativismo rampante de la sociedad actual encuentra su máxima expresión. Atentar contra la vida del nasciturus, hecho objetivo moralmente malo por tratarse de un ser humano, se toma como un acto de valor relativo. Depende únicamente de la voluntad subjetiva de la madre que sea tomado como acto bueno, tanto si quiere que nazca su hijo, como si quiere que muera, o más bien, que otro le mate. Es lo que tiene el relativismo, tendente siempre a la contradicción, porque niega la existencia de verdad alguna, y en todo caso piensa el relativista que si existiera ésta, ninguna verdad se puede conocer y acaba por negar la moralidad de los actos.

La consecuencia es que todo se reduce a “opinión”. Hoy como nunca, fruto del devastador relativismo, es vulnerado como si nada el “principio de no contradicción”, base de la lógica aristotélica. Si la máxima del relativismo afirma que “no existe la verdad o ésta no se puede conocer”, y toda máxima otorga categoría de “verdad” a lo afirmado, el relativismo es pura contradicción.

La entronización de “la expresión de la autonomía personal”, máxima del relativismo, que, como vemos, acaba desembocando en la contradicción, en el sinsentido, parece ser el leitmotiv tanto del gobierno, como del Tribunal Constitucional que padecemos. Es el “virus” que atenta contra la verdad de las cosas, impuesto por las élites globalistas, y acatado servilmente para su propagación, tanto por políticos y jueces de izquierdas, que una vez en el poder lo instauran a golpe de ley, o de sentencia… como por otros, supuestamente de derechas, que o bien en la oposición “amagan” con eliminarlo, o bien en el poder parece que buscan “prevaricar” con su bochornoso silencio, pero llegado el turno de ambos, lo acaban consolidando hasta hacerlo “endémico”.

Desde hace un año, con la modificación del delito de coacción, jóvenes de sólidas convicciones religiosas que rezan en silencio frente a los abortorios se arriesgan a ser detenidos y acusados de coacción (con penas de cárcel) contra madres que acuden allí. Para el gobierno sociocomunista “rezar es un delito”.

Todo lo contrario, la presencia de estos jóvenes es una gloriosa manifestación del valor que ellos dan a “lo oculto”, porque su silencio, su humildad en su recogimiento, es lo único que vemos; sin embargo, esa escena encierra un misterio que opera en “lo oculto”. Los que dirigen los abortorios se escandalizan de ese respetuoso silencio. Debe ser que rezar da resultados, y se traduce negativamente en su cuenta de resultados… Pero, ¿dónde está la “violencia”? requisito imprescindible en la coacción: "Utilizar la violencia para impedir que una persona haga algo que no está prohibido por la ley o para obligarle a hacer algo que no quiere, sea justo o injusto”, según tipifica el Código Penal. ¿Y dónde está la “imposición”? No se ajusta al respetuoso silencio de estos jóvenes.

Ese “nuevo delito” que el gobierno actual ha tipificado choca en cambio estrepitosamente con varios preceptos constitucionales, que son además derechos fundamentales, como la libertad de expresión y la libertad religiosa. ¿También consideran estos “progres” que se autoproclaman baluartes de tolerancia, que debe coartarse la libertad de la mujer, que decide voluntariamente acercarse a ellos para recibir algún consuelo, o consejo de última hora? El “todo vale” relativista en realidad es una farsa. Una peligrosísima farsa que trata de disfrazar de falsa tolerancia un implacable totalitarismo que nada tiene de oculto.