Entrando en las semanas finales de este Año de la fe, la Iglesia mira con especial solicitud a las familias. El domingo pasado, en Roma, junto al sepulcro de Pedro, junto a su sucesor el Papa, se concentraron miles y miles de familias venidas de todo el mundo para confirmar y proclamar el valor inigualable e imprescindible de la institución e invocar sobre todas las familias la bendición de Dios. Vivimos tiempos no fáciles para la familia. El futuro del hombre y de la sociedad se juega en ella. Hoy, se puede considerar la estabilidad del matrimonio y la familia, y su apoyo y reconocimiento público, como el primer problema social. Cuando se deteriora, debilita o destruye la familia, se pervierten las relaciones humanas más sagradas, se llena la historia personal de muchos hombres y mujeres de sufrimiento y de desesperanza, y se proyecta una amarga sombra de soledad y desamor sobre la historia colectiva. Conforme al plan de Dios, conforme a la gramática inscrita en la naturaleza humana y conforme a la verdad del hombre, la familia ha de ser nuestra primera prioridad en este milenio. En la existencia del hombre, en sus gozos y sufrimientos, lo más determinante es la familia. En la familia cada uno es reconocido, respetado y valorado en sí mismo. En la familia es donde el hombre crece, y donde todos aprendemos a mirar y a comprender el misterio de la vida y a ser personas, es decir, a relacionarnos con Dios y con los demás de un modo justo. La familia existe para que cada persona pueda ser amada por sí misma y aprenda a darse y a amar. Por eso la familia, y más exactamente el matrimonio, es indispensable para que la persona pueda reconocer la verdad de su ser hombre.

La familia es un fundamento insustituible para la persona como ciudadano y como cristiano. Donde acaba la familia, empiezan fácilmente la intemperie, la marginación y el dolor más sensible. Por todo ello creo que lo más necesario, atendiendo a las necesidades más urgentes y apremiantes del momento actual, es trabajar en favor del matrimonio y de la familia, y dedicar a esa tarea nuestros mejores esfuerzos y mayores energías, así como la sabiduría y cuantos medios el Señor nos conceda. El matrimonio y la familia son la entraña misma de la vida de la Iglesia y de su misión, el modo concreto en que la Iglesia prolonga la encarnación de Cristo, y se hace, como Cristo, amiga de los hombres y luz en su camino.

El camino de la Iglesia es la familia, que es lo mismo que decir que el camino de la Iglesia es el hombre, o que es el mismo Cristo. Así de claro y elemental. El hombre está hoy en un particular peligro, no sólo por la amenaza de cualquier guerra que se sabe cómo comienza pero no cómo acaba, o de una violencia establecida cada día con una fuerza mayor e inusitada, o de una deshumanización patente en el poco aprecio o ataque a la vida o en la conculcación tan repetida de la dignidad inviolable de todo ser humano, sino, y sobre todo, en la desfi guración o ataques directos o solapados contra el matrimonio de un hombre y una mujer y, en consecuencia, contra la familia, que afectan a la dignidad constitutiva del ser humano y comprometen las posibilidades sociales del desarrollo pleno e íntegramente humano de su personalidad, de su destino y salvación. Hasta incluso –¿por qué no decirlo?–, y de manera especialmente destacada, la economía. Se hace imprescindible recordar, afirmar y defender la importancia de la familia como corazón y célula de la sociedad, como realidad básica para el desarrollo de la personalidad humana, como cimiento fi rme para la convivencia, el desarrollo y la paz. Pero también se hace imprescindible rezar por ella: es lo que haremos el domingo junto con el Santo Padre; pero debemos hacerlo siempre, todos los días: rezar mucho e insistentemente por las familias; rezar mucho en el seno mismo de las familias; la oración es imprescindible para el futuro de las familias, por ende, para el futuro del hombre y de la humanidad. Si las familias se edifican sobre la oración, serán edificadas sobre roca firme, porque se edificarán sobre el amor, el Señor estará en medio de ellas, que es Amor. Y, así, ni «vientos, ni tempestades, ni olas adversas», ni contrariedades del tipo que sean y por fuertes que se muestren la harán caer, y el hombre, la humanidad, se alzará y seguirá su camino por caminos de futuro y esperanza.

Defendamos la familia, la verdad de la familia, apoyemos a las familias, trabajemos por ellas: esto es lo más moderno y lo más avanzado, porqué ahí está el futuro. No tengamos miedo de ayudar y proteger, con todos los medios a nuestro alcance, no escatimemos esfuerzos en la defensa y la promoción de la familia: si no lo hacemos traicionaremos a la familia, iremos contra el hombre, impediremos el progreso de la sociedad, no estaremos trabajando por la paz. No cabe enredarse en posturas ideológicas, ni dejarse condicionar por posiciones que so capa de progreso y modernidad están difi cultando potenciar la familia, que es lo más urgente y el tema social de mayor envergadura. Todos tenemos una responsabilidad muy grande: la Iglesia, las familias, la sociedad, la escuela, los medios de comunicación, los grupos políticos, el Gobierno y los legisladores: todos tenemos ante nosotros una urgencia que no se puede aplazar y menos abandonar. Se nos pedirán cuentas, no sólo por las generaciones que nos sigan, y se nos declarará culpables ante la historia; pero, sobre todo, nos pedirá cuentas Dios mismo, porque no habremos hecho todo lo que debemos hacer por nuestro hermano, por el hombre. Pero también los creyentes tenemos un deber añadido: orar por las familias, orar en las familias y enseñar a orar en el seno familiar. Todo será nuevo y distinto si así lo hacemos.

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