La desorientación sobre el sentido de la vida del hombre provoca, de hecho, la gran crisis económica que afecta a todo el mundo, el número inmenso de parados que se acrecienta de manera tan dolorosa, la gran quiebra moral del hombre que se evidencia en estas y otras tantas realidades, como puede ser la enorme y grave presión negativa a la que se ve sometida la institución humana básica de la familia, o la masiva destrucción de vidas no nacidas, o la hambruna tan terrible de algunos países como los de la zona del Sahel. Evidencia también que toda sociedad que se construye sin Dios se vuelve posteriormente contra el mismo hombre, constructor de «torres de Babel». Si en esta situación y ante la realidad de nuestro mundo, los católicos no tuviésemos la libertad y la valentía de evidenciar públicamente y de manera efectiva la visión del hombre derivada del Evangelio, dejaríamos de ser «sal de la tierra y luz del mundo» y, por tanto, no contribuiríamos a la edificación de una sociedad justa, solidaria y fraterna, como, por ejemplo, reclaman apremiantemente países del hambre o castigados por la violencia.

El clamor de millones de niños y adultos que malviven o que mueren cada día en la más extrema pobreza y severa miseria, sin lo mínimo para sobrevivir, en algunos países subdesarrollados y de verdadera hambruna, como los del Sahel, llega y golpea a las puertas de los países desarrollados que ahora sufren una crisis económica profunda. Ante esta crisis, por la «necesidad», se dice, de reducir «gastos» o paradógicas políticas de austeridad, o por una presunta «racionalidad económica», por exigencias «globales», venidos de no se sabe dónde, países de la «sociedad del bienestar» pueden encontrarse inducidos a reducir, y hasta eliminar, partidas presupuestarias o ayudas económicas a países o situaciones de indigencias tan severas como las que padecen hombres y mujeres, niños y adultos de estos lugares. Hace años, recuerdo, se intensificó la campaña internacional del llamado «0’7» en favor de los países subdesarrollados, que reclamaba el compromiso de aportar, por parte de los países del bienestar y el desarrollo, ese 0’7 de sus presupuestos. Ignoro cómo sigue hoy este tema. En todo caso ese compromiso no cortaba otras ayudas de cooperación y suponía, en aquel entonces y ahora, una cantidad relevante como ayuda inaplazable ante tal miseria extrema en que se encuentran la gran mayoría de los países del hemisferio sur, que es el hemisferio de la pobreza, del hambre y del subdesarrollo más inhumano.

El problema del hambre –unido al de la carencia de agua– y de la miseria más extrema no puede dejarnos indiferentes y exige medidas urgentísimas e inaplazables. La distancia entre los países ricos y pobres es cada día mayor. Los Estados donde, a pesar de sus innegables necesidades a veces difíciles de atender –como ahora entre nosotros–, todavía gozamos de bienestar, tienen un deber de solidaridad, y atender a las exigencias de justicia, para que su economía se renueve y crezca: sólo sobre la base de la persona y el bien común, la solidaridad y la subsidiariedad, podrá renovarse y desarrollarse. Es preciso, en las circunstancias que atravesamos, exigir de los Estados que cumplan con ese deber de solidaridad y que adopten las medidas pertinentes, mancomunadamente, para cambiar el «orden» económico injusto en el que vivimos.

A todos nos llega, empero, la voz de Dios, que, como a Caín, nos grita : «¿Dónde está tu hermano?». Ninguno ignora los horrores del hambre y las gravísimas indigencias de tantos países, como los del Sahel. Ciertamente se requieren reformas estructurales hondas en el campo económico y político y ayudas de cooperación internacional «oficiales». Pero esto no es suficiente. No podemos contentarnos con esto. No podemos transferir la responsabilidad personal de cada uno, que todos tenemos, a los Gobiernos de las naciones desarrolladas y del bienestar, aún en sus crisis.

Junto a la «imaginación de la caridad» –una caridad política y social–, por exigencia de ella, necesitamos convertirnos cada uno, cambiar el corazón y la mente. El clamor del pobre, de los países pobres, grita ante nosotros, que aún vivimos y disfrutamos del «bienestar» y continuamos sin apearnos de lo superfluo y del derroche. Debemos cambiar, sin esperar a mañana, en nuestro vivir y pensar. Hemos de vivir de una forma más austera, más sencilla, gastar menos, compartir más, producir más y mejor. Los millones y millones de hermanos nuestros de los pueblos martirizados por la miseria nos miran a nuestros ojos, tienden su mano pidiendo y gimen y mueren en nuestra presencia. ¿Podemos negarnos con el pretexto de que pasamos penurias importantes, o de que nuestra ayuda no remedia todos los males o con la postura de remitir todo a cambios estructurales y deberes de Gobiernos? Los cristianos deberíamos ser muy sensibles a este gravísimo y principal problema de la humanidad, pues Jesucristo, en el que de verdad creemos, no pasa de largo de estos hermanos nuestros, más aún se identifica con ellos, está en ellos, anda entre ellos: «Tuve hambre y me diste de comer».

La fe se expresa en el amor, la caridad, que en estos momentos requiere una nueva y gran imaginación ante tantas y tan grandes y gravísimas indigencias, incluso del mínimo vital. También debemos orar para que Dios nos vuelva a él, cambie nuestro corazón y nos dé un corazón abierto, como el suyo: misericordioso, solidario, justo y de caridad –lo más empeñativo–; que Él cuide de sus hijos que tanto sufren, y ayude a gobernantes y expertos a encontrar y aplicar las justas y solidarias soluciones que se requieren, hoy.