Se cumple un año de la llegada de la pandemia y seguimos inmersos en plena tormenta, expresión empleada por el papa Francisco en su memorable mensaje a la humanidad, en marzo de 2020: "Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados". Y un año después, la tormenta continúa golpeándonos con fuerza, crecen los contagios y todos nos vemos inmersos en unos paisajes que fácilmente pueden conducirnos al desaliento. Como bien subrayó el Papa, "la tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas  seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades". Francisco se atrevió a poner el dedo en la llaga, señalando nuestros graves errores: "Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, Señor, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo". En plena "tormenta", -algunos analistas la califican como "tormenta perfecta"-, estas palabras del Papa han de hacernos reflexionar seriamente sobre esas tres crisis que exigen urgentes soluciones: La crisis cultural, espiritual y política. El materialismo que nos envuelve es el rey que nos demanda sacrificios humanos, atrofia la fe y nos deja huérfanos de trascendencia. Ese rey al que confiamos nuestro destino decreta la expulsión de todo lo que pueda turbar el disfrute del "aquí y ahora". Si el siglo XVIII entronizó la razón, el XIX y el XX "endiosaron" la ciencia. Ella es la única que puede salvarnos: Elimina y previene enfermedades terribles y nos aporta comodidades en todos los terrenos de la vida. Muy unida a la crisis cultural, que nos ha impuesto el relativismo en campos tan esenciales como la verdad, los valores fundamentales de la persona humana y hasta de la misma democracia que parece reducida solo a la dialéctica de las mayorías de votos, tenemos la gran crisis espiritual que atravesamos, sobre todo, con el fenómeno generalizado de la secularización. Dios prácticamente no cuenta en la vida diaria y en la vida social, se prescinde de Él y se vive como si Dios no existiera. Y unida a estas dos crisis, tenemos, además, la crisis política que tanto influye en la manera de ser, de valorar, de edificar y de caminar juntos hacia el bien común. "En la política, señalaba hace unos días el cardenal Antonio Cañizares, parece que lo que importa sea el poder y el éxito o el beneficio material, olvidando bastante que la política debe ser una de las dimensiones básicas para la paz, la convivencia y la concordia". Sería un grave error, en plena tormenta, plantear el dilema de "vencedores y vencidos", como ocurre siempre al finalizar las guerras. Por eso, el papa Francisco nos señalaba la verdadera solución: "En medio de nuestra tormenta, el Señor nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza, capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar". Nos viene como anillo al dedo recordar aquellas palabras de Luther King: "Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el arte de vivir juntos, como hermanos". Y eso que nos va en ello la vida, la supervivencia.