El don de fortaleza
El Espíritu Santo derrama sus siete dones. La fortaleza es uno de ellos que viene a robustecer la virtud cardinal de la fortaleza. A cada una de las virtudes (fortaleza, justicia, templanza, prudencia) corresponde la gratuidad desbordante del Espíritu Santo.
Un hombre fuerte es aquel que acomete grandes obras sin desmoronarse, en su trabajo, en su apostolado, de manera constante, perseverante, y, por otra parte, un hombre fuerte es el que sabe resistir las dificultades, las adversidades, las circunstancias contrarias y los sufrimientos del tipo que sean con paciencia... porque la paciencia es virtud de los fuertes. El hombre puede ir desarrollando estas virtudes cardinales con su trabajo interior y la repetición de actos virtuosos. Pero nada comparado con los dones que el Espíritu Santo infunde en las almas. La fortaleza sobrenatural que se nos da nos afianza en la Roca que es Cristo, firmemente establecidos en Él. Proporciona una valentía nueva, la audacia evangélica (= parresía), y al mismo tiempo una paciencia llena de constancia y virtud probada que resiste los ataques, las debilidades, las persecuciones, como lo vemos, en grado máximo, en los mártires.
Es necesaria fortaleza y perseverancia para realizar obras grandes y apostolados que exigen sacrificio. Los pusilánimes jamás harán nada bueno. Pero también es necesaria la fortaleza para no sucumbir bajo la cruz, ante enfermedades, persecuciones, dificultades de todo tipo. Esta fortaleza engendra la paciencia cristiana, propia de los valientes.
Los santos fueron los hombres fuertes, que no ahorraron sufrimiento alguno por Cristo y su Evangelio. En ellos contemplamos hasta qué punto el don de frotaleza se realiza y crea hombres nuevos, libres y valientes.