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Noviembre, con su memoria inicial de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, es un mes idóneo para pensar en las postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria.

Noviembre, con su memoria inicial de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, es un mes idóneo para pensar en las postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria.Patricio Varetto / Cathopic

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Noviembre, con sus días que se acortan y su aire frío y misterioso, nos habla sobre un tema que nuestro mundo, ensoberbecido por sus logros y progresos, prefiere olvidar: la muerte. Pues, a pesar de los enormes adelantos tecnológicos y científicos alcanzados, nuestros días sobre la tierra siguen siendo, como advirtiese el santo Job, solo una sombra. 

No obstante, estamos tan apegados a los placeres y atractivos terrenales que, a pesar de lo efímero de esta vida, no nos preocupamos por vivirla santamente, sino lo más placenteramente posible. De ahí que nos esforcemos por evitar a toda costa no solo el sufrimiento sino también la penitencia, el sacrificio y todo aquello que implique negarnos a nosotros mismos. Al parecer, olvidamos que Cristo afirmó: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).

Precisamente porque evitamos todo aquello que amenaza con alterar nuestra “calidad de vida” es que hemos arrinconado las (hoy tan ignoradas) postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria, las cuales antiguamente eran evocadas de diferentes modos. Así, algunos santos solían tener, en su alcoba, una cruz y una calavera. La cruz redentora, para tener siempre presente el amor supremo de Jesucristo por los hombres, y la calavera para recordar constantemente la brevedad de la vida. 

La muerte también se recordaba con

  • proverbios: “La muerte os espera en todas partes; pero, si sois prudentes, en todas partes la esperáis vosotros” (San Bernardo de Claraval) y,
  • hasta con pinturas y coplitas: “Mira que te has de morir, / mira que no sabes cuándo; mira que te mira Dios, / mira que te está mirando".
Ignacio de Ríes, 'El árbol de la vida' (1653), cuadro en la capilla de la Concepción de la catedral de Segovia. La copla puede leerse en la copa del árbol.

Ignacio de Ríes, 'El árbol de la vida' (1653), cuadro en la capilla de la Concepción de la catedral de Segovia. La copla puede leerse en la copa del árbol.

Lamentablemente, nosotros hemos ido eliminando todo aquello que nos invita a reflexionar sobre la vida eterna, especialmente lo relacionado a la perenne enseñanza de la Iglesia sobre el juicio y la retribución divina. Pues todo hombre, después su muerte, comparecerá ante el Justo y Supremo Juez que nos ha advertido: “Velad, pues que no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 13).

Paradójicamente, al tiempo que se rechazan los dogmas que esclarecen nuestras dudas sobre la vida y la muerte, dándoles a ambas sentido, crece en nuestra sociedad la fascinación por el ocultismo, la cábala, el espiritismo, la adivinación, la magia y todo tipo de tendencias esotéricas.

Aun entre los católicos, varios dogmas relacionados con la muerte son ignorados o distorsionados. Como el del purgatorio, al cual varios consideran una especie de “spa” para “desintoxicar, placenteramente, el alma”. Asimismo, muchos dan por descartada la terrible posibilidad de la condenación, pues se ha extendido la falsa, mas muy popular creencia, de la salvación “cuasi” universal que deja prácticamente vacío el lugar del llanto y crujir de dientes del cual Dante advirtió: “Los que entráis aquí perded toda esperanza”.

Por este motivo, los velatorios se han convertido en un lugar de reunión en el que familiares y amigos rara vez rezan por el alma del difunto, pues aseguran constantemente (quizá queriendo convencerse a sí mismos) o que el difunto ya está en el cielo o que está en un lugar mejor; pero todos coinciden en que el difunto ya ha dejado de sufrir.

Sin embargo, el imaginar que no hay infierno debajo de nosotros nos ha dejado, consecuentemente, también sin paraíso. Pues hemos rebajado el cielo a tal grado que creemos que éste no es más que un lugar sumamente agradable al cual todos, de una manera u otra, llegaremos. De ahí que la mayoría no anhele una “buena muerte” asistida por los santos sacramentos, sino una partida rápida y sin dolor.

No obstante, somos solo peregrinos en esta tierra, pues hemos sido creados para la eternidad. Por ello, es importante recordar que una vida centrada únicamente en los bienes y placeres del mundo (además de ser incapaz de satisfacer nuestro anhelo de trascendencia) puede conducirnos a la muerte eterna. Por lo que debemos tener siempre presente la amorosa advertencia de Cristo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?” (Mt 16, 26). En cambio, quien, desdeñando los bienes y placeres de este mundo, trabaja por acumular un tesoro en el cielo, el día del juicio escuchará: “¡Bien, siervo bueno y fiel! En lo poco has sido fiel, te pondré al frente de lo mucho; entra en el gozo de tu señor” (Mt 25, 23).

Noviembre es un excelente mes para recordar que la vida no es sino una preparación para la muerte. Y que ésta, lejos de ser el final, es el momento decisivo que nos abrirá una eternidad de bienaventuranza o de desdicha. Ya que, con la muerte, la vida cambia, no se quita (vita mutatur, non tollitur). Por ello, prepararnos para la muerte es prepararnos para la vida. Pues, como señalase Santa Teresa, vida verdadera la hay sólo en el cielo.

Como nos recuerda el padre Réginald Garrigou-Lagrange en La vida eterna y la profundidad del alma, el mayor de los anhelos de la humanidad es no morir, permanecer siempre, ser inmortal; y esto es lo que Cristo nos promete cuando nos dice: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, el que cree en mí, vivirá para siempre" (Jn 14, 6).

Recemos y ofrezcamos misas por nuestros difuntos. Hagámoslo también por nuestros seres queridos, especialmente por aquellos que viven como si Dios no existiese.

Y nosotros, velemos, pues no sabemos el día ni la hora; procurando siempre, como nos aconseja, San Juan Bosco, vivir en amistad con Dios; de tal suerte que, a la hora de nuestra muerte, podamos decir como Santa Teresa de Lisieux: “No muero, entro en la vida.”

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