Religión en Libertad
'Todos los buenos momentos que pasamos juntos', de Alexandre Lavet: ¿obra de arte que acabó en la basura por error... o basura que, por error, es considerada obra de arte?

'Todos los buenos momentos que pasamos juntos', de Alexandre Lavet: ¿obra de arte que acabó en la basura por error... o basura que, por error, es considerada obra de arte?

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El arte, con sus poderosos símbolos, refleja lo que una sociedad estima valioso y digno de imitación, por lo que contribuye a su perfeccionamiento o a su deterioro. Por ello, durante muchos siglos, los artistas buscaron elevar la mirada y el espíritu del hombre a través de lienzos que fascinaban con sus contrastes de luz y sombra, mármoles que parecían hablar, poesías que cantaban al amor, al honor y a la patria, música que parecía descender del cielo y elevarnos hasta él y catedrales e iglesias que se alzaban majestuosas como símbolos de perseverancia, fe y confianza en Dios.

Sin embargo, al renegar de sus raíces cristianas, nuestra civilización ha desdeñado la belleza que éstas inspiraron y la ha reemplazado por el feísmo. Así, al proclamar que “la belleza está en el ojo de quien mira”, se han ido sustituyendo las normas, los patrones y los cánones artísticos por las emociones y los caprichos individuales de cada “artista”. De esta manera el arte, reducido a mercancía, se dirige hoy a un público que busca emociones pasajeras y entretenimiento superficial

Con ello, el talento auténtico y la belleza artística han sido reemplazados por espectáculos comerciales ordinarios, vulgares y, no pocas veces obscenos: la música se ha degradado en ritmos frenéticos, repetitivos y ensordecedores; la danza ha cambiado la gracia y la elegancia por provocativas contorsiones; los edificios “inteligentes” se yerguen imponentes pero carentes de encanto; los museos exhiben como “arte” todo tipo de objetos ordinarios (latas, bananas, inodoros, camas sucias y hasta deshechos), al grado que algunos terminan, literalmente, en la basura

El “arte” actual no agrada, degrada; no conmueve, provoca; no eleva, escandaliza.

Actualmente, la fealdad domina nuestra cultura, invade los espacios públicos y ha penetrado incluso en nuestros hogares. Basta recorrer cualquier plaza o centro comercial para comprobarlo: modas que antaño eran vistas como signo de degeneración, hoy son aceptadas incluso en las “mejores familias”. El culto al feísmo ha normalizado lo grotesco: ropa sucia, rota, desaliñada, prendas indecorosas que exhiben lo que debería permanecer oculto, ropas tan ceñidas que revelan no solo atractivas curvas sino todo tipo de imperfecciones, cabellos teñidos en colores estridentes, tatuajes que rápidamente se van apropiando del cuerpo humano, perforaciones y accesorios mórbidos con calaveras y símbolos macabros. Como si parte de la sociedad celebrase Halloween durante todo el año.

Mas ¿qué otra cosa podemos esperar de una sociedad seducida por lo siniestro, donde la cultura de la muerte se presenta como progreso? Aborto, eutanasia, drogas, violencia, suicidios, mutilaciones del propio cuerpo... El culto al feísmo grita la ausencia de Dios en una sociedad en la cual el hombre ya no alza su mirada al cielo en busca de inspiración, sino que la dirige hacia sí mismo, olvidando que su grandeza estriba en ser imagen y semejanza de Dios, y que dicha imagen se desdibuja a medida que rechaza la virtud y abraza el vicio. Pues el hombre que rechaza a Dios no puede sino volverse brutal y despiadado. De ahí que hoy se promueva lo vulgar, lo feo y lo siniestro.

Una cultura que niega la Luz de la Verdad se hunde inevitablemente en las tinieblas del nihilismo, pues la vida despojada de su sentido de trascendencia no solo es trágica, sino aterradora. La obsesión por la fealdad es profundamente antinatural y destructiva. Pero también es el grito de desesperación de una sociedad espiritualmente enferma que ha sustituido a Cristo por espiritualidades falsas, placeres efímeros y materialismo vacío. Ya lo advirtió Plotino: un alma fea, intemperante e injusta solo piensa en objetos bajos y mortales: ama los placeres impuros, se hunde en las pasiones corporales y halla placer en la fealdad (Enéadas, I).

Una cultura que rechaza la verdad no puede producir belleza, porque lo bello es reflejo del orden divino. Por ello, en un mundo que promueve la vulgaridad se hace más difícil anhelar y buscar a Dios, pues mantiene al hombre con la mirada baja, incapaz de elevarse. La mente oscurecida por el pecado no engendra belleza, sino caos y fealdad. 

Como recuerda Plotino, el alma que se apega a lo exterior, lo inferior y lo oscuro pierde su esplendor; y si quiere recobrarlo, le costará purificarse para volver a ser lo que era. Con razón se dice que la belleza del alma consiste en hacerse semejante a Dios, porque de Él procede toda hermosura y hacia Él se orienta nuestro destino.

Por ello, debemos promover la belleza que representa la pureza de corazón y la elevación de espíritu, pues la estética y la excelencia moral van de la mano: la belleza refleja la verdad, y la verdad conduce a Dios, suma Verdad y Bien supremo. Bien lo sabían los filósofos de la antigüedad. Para Platón, la belleza es “el esplendor de la verdad”; para Plotino, “las virtudes son la auténtica belleza del alma”. El cristianismo bautizó y elevó esta visión señalando que lo bello, íntimamente ligado a lo bueno y a lo verdadero, nos invita a elevar el corazón hacia Dios.

Von Hildebrand lo expresó con claridad: “La belleza es un reflejo de Dios; no solo causa admiración, sino que conduce a la contemplación”. Y puede incluso ser camino de conversión, como le sucedió al dramaturgo Paul Claudel, quien, al escuchar el Magnificat en Notre-Dame, exclamó: “El corazón se me conmovió y creí”.

En la belleza, Dios mismo se revela. Como escribió Dante: “La gloria de Aquel que todo lo mueve se difunde por el universo y resplandece en unas partes más y en otras menos” (Paraíso, Canto Primero). Parafraseando a San Agustín, todas las bellezas pasajeras remiten a la Belleza Eterna, “siempre antigua y siempre nueva”. Belleza que, como bien afirmase Santa Teresa, excede toda hermosura.

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