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La mayoría de los cristianos necesita la referencia frecuente, pública, institucional y compartida de la como apoyo a la suya frente a los embates de sus enemigos.

La mayoría de los cristianos necesita la referencia frecuente, pública, institucional y compartida de la como apoyo a la suya frente a los embates de sus enemigos.Camila Vilas Vilas / Cathopic

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En el panorama de los fines de la Doctrina Social de la Iglesia, la instauración o el restablecimiento de un orden social de acuerdo al derecho natural y cristiano asoma como el medio conducente en vistas a la consecución de la vida eterna por parte de los hombres. Efectivamente, la vida política, que tiene una consistencia propia como realidad natural, requiere ser evangelizada si lo que se pretende es procurar nuestra “bienaventuranza perfecta”, en palabras de Santo Tomás de Aquino.

Sin embargo, podría señalarse que, en una época como la nuestra, que lo es de post-cristiandad, es decir, de disolución del orden social antes aludido inspirado por el catolicismo, ha concluido el momento de la “civilización cristiana”. Fue, en todo caso, un ensayo valioso que se forjó y consolidó en una determinada época histórica pero que, como todo cuando se refiere a “lo humano”, tuvo más de provisional que de permanente. Como dicen los adolescentes, al menos los de mi país, “ya fue”.

La objeción contra la civilización cristiana es atendible si adoptamos una mirada sociológica sobre la cuestión. A partir de esta perspectiva se concluye que ámbitos de la vida humana como la economía, la política y la cultura ya no están animados, hace rato, por la fe católica y que este “punto de llegada” tiene más de irreversible que de momento crítico que podría sacudir las conciencias.

Pero la cuestión no es tan sencilla si se tiene en cuenta, además de una mirada meramente descriptiva como la sociológica, otra más elevada como es la filosófica en su triple manifestación de metafísica, antropológica y moral. O, si se prefiere, una consideración propia de la filosofía social. Este triple enfoque nos revela que la naturaleza humana (metafísica-antropología) responde al fin propio del hombre (ética). De esta manera, puede apreciarse que existe un deber ser del hombre que se vislumbra a partir del ser del hombre. ¿Qué sentido tendría, si no, que el hombre fuera inteligente y libre si no fuera para conocer la verdad y querer libremente el bien? ¿Qué importaría conocer la verdad y querer libremente el bien si no fuera para ser feliz o, si se prefiere, bienaventurado?

Con todo, es necesario avanzar un poco más en el camino del conocimiento del fin beatificante del hombre. Como Santo Tomás de Aquino explica nuevamente, “fue necesario para la salvación humana que existiera una doctrina según la revelación divina además de las disciplinas filosóficas que se investigan con la razón humana”. El Aquinate avanza afirmando que “el hombre se ordena a Dios como a un fin que excede la comprensión de la razón”. Sucede que “es necesario que el fin sea conocido previamente por los hombres dado que sus intenciones y acciones deben ordenarse al fin” (S. Th. I, q. 1, a. 1, c.). Dios, entonces, se da a conocer a Sí mismo mediante la Revelación sobrenatural comunicando a los hombres verdades formal y substancialmente sobrenaturales (por ejemplo, la Encarnación del Verbo) y formalmente sobrenaturales y substancialmente naturales (por ejemplo, la inmortalidad del alma). No obstante haber sido redimidos por Cristo, el pecado original dejó sus heridas en la naturaleza humana y afectó, entonces, a la inteligencia. Por este motivo Dios se asegura, podría decirse, que el hombre conozca tanto las verdades naturales como sobrenaturales. De este modo, no alcanzando con una mirada filosófica para que el hombre conozca su fin, es necesaria la teología católica en íntima conexión con la virtud teologal de la fe para conocer los principios para la edificación o re-edificación de una civilización que auxilie al hombre en la prosecución de la bienaventuranza eterna.

Entonces, sin perder de vista que la realidad social de hoy es la post-cristiandad, ¿podría prescindirse de la civilización cristiana en vistas de la felicidad eterna de los hombres? La respuesta exige una distinción. 

  • Dios podría justificar a los hombres y, en particular, a los cristianos, sin la necesidad de un orden social virtuoso y favorable a la consecución de la vida eterna. Basta repasar los primeros siglos de la era cristiana para atestiguarlo. Los mártires fueron santos y gozan de la visión beatífica no obstante la persecución desatada por algunos emperadores romanos. 
  • Por otra parte, para cierta porción de terrícolas, resultado de su pertinacia, no parece haber auxilio que valga, incluido un orden social según el derecho natural y cristiano. 
  • Sin embargo, y aquí entramos en la segunda parte de la distinción, la mayoría de los hombres no forma parte ni de los “heroicos” ni de los “irrecuperables” por voluntad propia. Formamos parte de los que vivimos el catolicismo con nuestros sostenidos y nuestros bemoles, con la coherencia de una vida cristiana que puede denominarse frecuente. No somos “santos de altar” pero tampoco “pecadores irredimibles”, si fuera posible algo semejante. Necesitamos como medio, si no en sentido absoluto sí moral, un clima social cristiano para salvar nuestras almas. Dicho de otra manera, la civilización cristiana no es facultativa. Es una poderosa necesidad querida por el mismo Dios al habernos creado y elevado al orden sobrenatural y al habernos hecho sociales.

Por este motivo, la Iglesia no debe aflojar en la reinstalación de un orden social de acuerdo al derecho natural y cristiano. No alcanza –más bien perjudica– con la insípida laicidad o, dicho de otra manera, el laicosanitarismo. De lo que se trata es de “recapitular todas las cosas en Cristo” (cf. Ef 1, 10), incluidas las comunidades políticas. 

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