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El matrimonio se contrae ante Dios y el vínculo permanece hasta la muerte: en última instancia, es la verdad por la que dio la vida San Juan Bautista.

El matrimonio se contrae ante Dios y el vínculo permanece hasta la muerte: en última instancia, es la verdad por la que dio la vida San Juan Bautista.Amor santo / Cathopic

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San Juan Bautista, "el mayor entre los nacidos de mujer" (Mt 11, 11), fue el último y el más grande de los profetas (Jn 1, 8) precursor de Jesucristo, tanto en su nacimiento como en su muerte. Es el único santo de quien la Iglesia celebra tanto el nacimiento (el 24 de junio) como su martirio (el 29 de agosto).

El Bautista, movido por su amor a la Verdad y por su celo por la salvación de las almas, se atrevió a reprochar la inmoral conducta del poderoso Herodes: “No te es lícito tener la mujer de tu hermano” (Mc 6, 18). Así, a causa de Herodías (mujer de Filipo, hermano de Herodes), el Profeta fue encarcelado y padeció un penoso cautiverio, mientras ella aguardaba la ocasión de vengarse. Esta llegó durante el banquete de cumpleaños de Herodes, cuando su hija Salomé bailó para él, complaciéndolo tanto que prometió darle lo que pidiera. Instigada por su madre, Salomé pidió la cabeza de Juan. Así, la voz que clamaba en el desierto fue silenciada con la muerte, pues San Juan ofrece su vida a fin de defender las enseñanzas de Cristo.

Como afirma San Ambrosio: “Calla muriendo la boca de oro cuya condena, Herodes, no pudiste soportar y ahora temes”. Parafraseando a San Agustín, Juan mereció el martirio incluso antes de la pasión del Señor: antes nació y antes padeció. Pero el título de mártir no le viene de haber sido degollado, pues no es la pena, sino la causa, lo que hace un mártir

San Juan ofendió a una mujer poderosa por decir la verdad; la verdad le ganó el odio.

Pues San Juan Bautista, oponiéndose a la aceptación del divorcio, generalizada entre los judíos, reafirmó, sin temor al poderoso tetrarca, la enseñanza de Cristo sobre la santidad e indisolubilidad del matrimonio: aunque Moisés lo permitió, “no fue así al principio, sino por la dureza de vuestro corazón” (Mt 19, 8).

Desafortunadamente, nuestra sociedad también tiene el corazón endurecido y, siguiendo los pasos de Herodes, persigue a quienes se atreven, valerosamente, a defender la perenne ley divina. Como dijo San Agustín: “Los hombres aman a la verdad cuando ella ilumina, pero la odian cuando reprueba. Aman a la Verdad cuando se descubre dentro de ellos, y la odian cuando los descubre a ellos.” 

De ahí que gran parte de nuestra sociedad rechace la noción misma de pecado y ataque ferozmente a quienes recuerdan doctrinas consideradas anticuadas o “fundamentalistas”, especialmente en lo que se refiere a la santidad del matrimonio.

Actualmente, el divorcio civil está tan generalizado que la mayor parte de la sociedad celebra las segundas “nupcias” como si fuese algo de lo más “natural”. A esto se añade el llamado divorcio gris o de plata, fenómeno que crece ante el escándalo de los hijos que, ya adultos, ven separarse a sus padres después de décadas de matrimonio.

Al parecer, hemos olvidado que el matrimonio no es un contrato revocable a petición de las partes, sino un sacramento que se disuelve solo con la muerte: “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). Por ello, implica una entrega total, permanente y abierta a la vida. En consecuencia, el divorcio es una grave ofensa contra la ley natural, pues rompe libremente la alianza de por vida consentida por los esposos vulnerando el signo de la unión de Cristo con su Iglesia (Código de Derecho Canónico, 2384). 

Contraer una nueva unión reconocida civilmente no mejora la situación. Por el contrario, agrava la ruptura, pues coloca al cónyuge en situación de adulterio público y permanente. Ya que el divorcio introduce un profundo desorden en la familia y en la sociedad; daña al cónyuge abandonado, hiere y confunde a los hijos y actúa, por su efecto contagioso, como una plaga social (Código de Derecho Canónico, 2385).

Además, la aprobación social del divorcio debilita la fidelidad y la perseverancia de los matrimonios que atraviesan crisis, refuerza la decisión de quienes ya piensan en separarse y a los divorciados les abre la puerta a “rehacer su vida” en un “nuevo matrimonio”. Con lo cual la cruz que los padres rechazan es colocada sobre los vulnerables hombros de sus hijos.

Desafortunadamente, en nuestra época, muchos olvidan el poder de la gracia divina y ven la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio como un bello ideal imposible de alcanzar, por lo que defienden una visión laxa del matrimonio. Así, en nombre de una falsa misericordia, se evita por todos los medios señalar el pecado y, no pocas veces, se reafirma al pecador en su error. Peor aún, muchos de quienes se declaran “pro-familia” promueven prácticas que destruyen a la familia desde dentro, tales como las relaciones prematrimoniales, la cohabitación, el divorcio y la anticoncepción. Por ello es común que, ante un problema matrimonial como la infidelidad, algunos se apresuren a aconsejar a la parte ofendida el divorcio como vía para “ser feliz”, contribuyendo con ello a la desintegración familiar.

Frente a este triste panorama, el testimonio de San Juan Bautista resplandece como una luz en la oscuridad. Su fidelidad a la verdad le costó la vida, pero su ejemplo nos enseña que no hay caridad verdadera sin la claridad de la doctrina. Por ello, en un mundo que llama bien al mal y mal al bien, estamos llamados a defender la verdad sin medias tintas, sin tibiezas y sin acomodar la fe al espíritu de la época, aunque ello implique rechazo, humillación o persecución.

Ciertamente, no todos estamos llamados al martirio de sangre, pero sí a la renuncia constante y al sacrificio diario que implica esforzarnos por vivir y defender, con la gracia de Dios, sus enseñanzas de manera íntegra. Como advirtió San Agustín: “Que nadie, pues, se busque excusas; todos los tiempos están abiertos a los mártires. Y que nadie diga que los cristianos no padecen persecución. Todos los que deseen vivir piadosamente en Cristo padecerán persecución. (…) Comienza a vivir piadosamente en Cristo y lo comprobarás”.

Parafraseando a San Agustín: en tiempos prósperos, permanezcamos en el Señor; en tiempos adversos, permanezcamos en el Señor. Solo así alcanzaremos la victoria y recibiremos la corona de vida eterna.

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