Enseñando el camino al Cielo

La mejor herencia que podemos ofrecer a nuestros hijos es enseñarles a amar a Dios sobre todas las cosas.
Nuestra sociedad, dominada por el materialismo y el hedonismo, ha promovido la engañosa idea de que es mejor tener pocos hijos para poder darles más (al menos en lo relacionado a cosas materiales). De ahí que, si en otras épocas, muchos matrimonios recibían a cada hijo con temor, pero también con esperanza cristiana, hoy en día la mayoría de las parejas planifica minuciosamente la llegada del hijo, o del par de hijos, que han decidido tener. Y si antes el principal objetivo de los padres era formar hombres de bien (o, mejor aún, buenos cristianos), actualmente se educa a los hijos para que sean buenos ciudadanos, excelentes profesionistas y hombres exitosos a la manera de un mundo superficial, consumista y ferozmente competitivo.
Esta visión ha transformado la paternidad en una labor tan extenuante como costosa, pues muchos padres hacen enormes esfuerzos por proporcionar a sus hijos, desde la más tierna edad, toda clase de “ventajas competitivas” (clases extracurriculares, profesores de apoyo, tutorías especializadas, terapias, etc.). A tal grado se cuida y planea a detalle el futuro de los hijos hoy en día, que en algunos países se comienza a pagar un fondo para la universidad desde que el niño entra al colegio.
A esto se suma la preocupación generalizada por fomentar en niños y jóvenes una autoestima tan elevada que, no pocas veces, desemboca en actitudes narcisistas, fruto de la excesiva permisividad de muchos padres que proveen a sus hijos de todo tipo de comodidades y placeres superficiales mientras les repiten, una y otra vez, que pueden lograr lo que se propongan, pues “el cielo es el límite”.
Paradójicamente, el cielo como la verdadera meta es lo que olvida este modelo educativo centrado en conseguir el éxito mundano. De ahí que se exija una disciplina rigurosa en todo lo relacionado con la adquisición de habilidades, conocimientos y aptitudes que se espera redunden en beneficios tangibles, mientras que en muchas familias cristianas la formación religiosa, la oración diaria e incluso la misa dominical quedan relegadas para cuando haya tiempo, es decir, para “contadas y especiales” ocasiones.
Desafortunadamente, se busca agradar al mundo antes que a Dios, anteponiendo el éxito pasajero y engañoso a la verdadera felicidad. Por ello, nos conformamos con transmitir a nuestros hijos una “moral” mundana olvidando que, para ir al cielo, no basta con cumplir con lo que dictan las leyes civiles, más aún cuando muchas de ellas desafían abiertamente la ley de Dios.
No se puede negar la importancia de preparar a los hijos para que puedan ganarse la vida honestamente en las fieras selvas de asfalto en las que se han convertido nuestras grandes ciudades; pero, por importante que nos parezca su porvenir en este mundo, su destino eterno lo es infinitamente más. Pues, como padres, nuestro objetivo principal no es facilitar a nuestros hijos el acceso a las universidades más importantes o a los empleos más prestigiosos, sino enseñarles el camino al cielo. “¿De qué sirve al hombre si gana el mundo entero, mas pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?” (Mt 16, 26)
El mayor tesoro, la mejor herencia que podemos ofrecer a nuestros hijos es enseñarles a amar a Dios sobre todas las cosas, al grado de estar dispuestos a sacrificarlo todo, incluso la propia vida, antes que ofenderle. Si en verdad deseamos su dicha, debemos ayudarlos a alcanzar la felicidad real, plena y eterna, que solo se encuentra en el reino de los cielos.
Un excelente ejemplo de esto lo encontramos en la reina Blanca de Castilla, quien dijo a su hijo Luis que, aunque le amaba con todo su corazón, preferiría verle muerto a sus pies antes que verle cometer un solo pecado mortal. Estas palabras, que seguramente hoy escandalizan a muchos, debieron haber calado profundamente en el alma del joven, quien, buscando agradar a Dios antes que a los hombres, no solo fue un rey ejemplar, sino también un gran santo. Porque, como Cristo nos ensenó, si buscamos primero el reino de Dios y su justicia, lo demás se nos dará por añadidura (Mt 6, 33). Lo cual no significa, necesariamente, tener una vida apacible, próspera y exitosa sino encontrar la plenitud en el servicio a Dios.
No pongamos en riesgo nuestra alma ni la de nuestros hijos por alcanzar éxitos mundanos tan efímeros como ilusorios. No olvidemos cuánto valen las almas de nuestros hijos, ni lo que Jesucristo sufrió para abrirles las puertas del cielo. Pues algún día habremos de rendir cuentas ante el Señor de las almas que confió a nuestro cuidado.
Enseñemos a nuestros hijos, con nuestro ejemplo, el camino de la salvación. Pues nuestra misión más importante no es prepararlos para la universidad, sino para la eternidad; no para tener títulos y reconocimientos, sino para acumular un tesoro en el cielo; no para agradar al mundo, sino para conocer, servir y amar a Dios en esta vida, y ser felices con Él en la siguiente.
Como bien afirmó el Santo Cura de Ars: “Puedes ir de mundo en mundo, de reino en reino, de riqueza en riqueza, de placer en placer; pero no encontrarás tu felicidad. La tierra entera no puede contentar a un alma inmortal, como una pizca de harina en la boca no puede saciar a un hambriento. Solo con Dios, Bueno y Santo, nuestra alma alcanzará esa dicha eterna que no encontraremos con nada en este mundo”.