Verano
Qué ganas tenía de verme en esa playa de recuerdos maravillosos. Los maizales y las vacas llegando hasta la arena, pura naturaleza, sin paseo marítimo, un aparcamiento mínimo y el bar de José que poco a poco ha ido a más y del que ahora se ocupa su hija Lucía, una chica listísima y con ganas que nos trata con gran simpatía.
Pero de repente empezó a sonar una música atronadora. El ayuntamiento ha arreglado el local que tiene allí y mediante concesión lo ha puesto en funcionamiento con autorización para instalar una terraza con música desde las 7 de la tarde hasta las 3 de la mañana. Era el día de la inauguración y a las 5 se puso en marcha la música mientras llegaba multitud de gente vestida para la ocasión bajando de coches amenizados con una música similar, también a todo volumen.
Mi playa es un sitio que frecuentan familias, con niños y abuelos, tanto lugareños como visitantes de temporada. El local de copas atrae un público variopinto y completamente diferente que quizá anhelaría estar en Ibiza. Según comentan, lo del primer día fue algo puntual que no va a volver a pasar, la música tendrá que ser mucho más moderada y el horario estará restringido. De momento así está siendo y casi hemos olvidado la desagradable sorpresa inicial.
Después de un invierno con altibajos, nos volvemos a reunir con mis hermanos, que han tenido algunos problemas de salud, para disfrutar juntos del mar y de la belleza intocada de la creación. Donde antes solo había toallas han proliferado ahora las sillas y las sombrillas. Lo que solía ser vigor, ilusión y actividad se ha ido transformando en sabiduría, equilibrio y serenidad. Los de mi generación vemos con satisfacción a los siguientes que, al igual que antes hicieron sus padres, se ocupan de todo con discreción, sin esperar reconocimiento ni protagonismo, sencillamente por el placer de hacer las cosas agradables a los demás.
El domingo fuimos a misa al monasterio. Durante mi infancia solo se podía estar en la galería del primer piso, sin entrar en clausura. Desde allí se veía la nave repleta de frailes, con coro para 120 monjes y detrás un gran espacio en el que se situaban los numerosos aspirantes a entrar en la comunidad. Ahora solo hay una decena de sacerdotes y un par de postulantes, así que la iglesia se abre para todo el mundo. Me encanta ponerme en los sitiales del coro, desde allí voy reconociendo a vecinos, amigos y familiares que también eligen esta misa. En la parte de atrás se van situando las familias con niños pequeños, que tienen espacio para moverse sin perturbar el desarrollo de la ceremonia.
La homilía del abad no pudo ser más oportuna, aludiendo al estilo de vida que debe caracterizar a los creyentes frente al ruido del mundo y reflexionando sobre la situación de la natalidad en España, más de diez millones de mascotas frente a algo menos de dos millones de hijos. Desde luego las familias que estaban allí no encajaban en este escenario, eran padres jóvenes con tres y cuatro hijos, que se portaron muy razonablemente y que sin duda están acostumbrados a la misa semanal.
Hay muy distintas maneras de entender las vacaciones y de disfrutar del verano. No cambio el mío ni por todo el oro del mundo.