Religión en Libertad
'Ira', detalle de la 'Mesa de los pecados capitales' (c. 1500) de El Bosco (Jheronimus van Acken o Jheronimus Bosch).

'Ira', detalle de la 'Mesa de los pecados capitales' (c. 1500) de El Bosco (Jheronimus van Acken o Jheronimus Bosch).Museo del Prado

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La ideología del liberalismo que, en sus diferentes vertientes, impera en el mundo, pregona la absoluta autonomía del hombre con entera independencia de Dios. De ahí el rechazo de la mayor parte de la sociedad a toda referencia a principios trascendentes y universales que puedan amenazar la “libertad” de un hombre que cree tener el derecho de obrar como desee, siempre y cuando, claro está, no afecte a los demás.

Sin embargo, el hombre que, negando su total dependencia de Dios, se rebela contra su ley (carga ligera y yugo suave, cf. Mt 11, 30) no se libera, antes bien, abraza la esclavitud del pecado. De hecho, la ya evidente degradación moral de nuestra sociedad se debe precisamente al rechazo de la noción de pecado como transgresión moral absoluta para, si acaso, considerarlo como un error de juicio o un defecto de carácter que pueden ser corregidos con las solas fuerzas humanas y cuyas consecuencias, en el peor de los casos, solo nos afectan a nosotros mismos.

Esta visión, contraria a la enseñanza perenne de la iglesia, demuestra, además, un desconocimiento total de la naturaleza humana. De ahí que el libertinaje en el cual vivimos desde hace décadas, lejos de traer el verdadero progreso, ha provocado que gran parte de la sociedad haya adoptado conductas pecaminosas de manera habitual, con toda tranquilidad y sin remordimiento alguno. 

De esta manera, el divorcio, desde que es ampliamente aceptado, ha aumentado a un nivel alarmante; la gran mayoría de los novios conviven antes de casarse y además lo hacen sin el menor sentido de culpabilidad o de vergüenza y, no pocas veces, con la aprobación de sus padres; la gran mayoría de los matrimonios usan anticonceptivos sin cuestionar, ni por un momento, si dichos métodos son o no morales; se incumple, con cualquier pretexto o sin pretexto alguno, el precepto dominical, pero, a la primera oportunidad se comulga sin confesarse ni pensarlo dos veces; la práctica del yoga, la meditación, el reiki, el tarot y otros peligrosos movimientos de la Nueva Era son aceptados, fervorosamente, por muchos católicos como “complemento” de su vida espiritual.

Ya lo advirtió, hace décadas, el Papa Pío XII: “Quizás el mayor pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han comenzado a perder el sentido del pecado". 

Y añadía Juan Pablo II: "La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria” (Reconciliatio et Poenitentia, n. 18).

Si bien es cierto que desde la caída de nuestros primeros padres el pecado ha estado presente en todas las épocas, éste se intentaba ocultar, con esa hipocresía que, al decir de La Rochefoucauld, es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud. Además, esto evitaba que las conductas inmorales se extendieran y normalizaran, al reconocer que el pecado siempre afecta a la sociedad, pues es el origen de todos los males y sufrimientos humanos. Además, la rebelión del hombre contra Dios es el mayor de todos los males posibles. De ahí que los santos afirmen que es mejor morir antes que pecar.

Pues el pecado, como afirma San Agustín, es toda palabra, acto o deseo voluntario contra la ley de Dios y constituye una ofensa directa a Dios. Por ello, el pecado venial (toda desobediencia voluntaria a la ley de Dios, en materia leve) nos aleja de Dios, mientras que el pecado mortal (desobediencia voluntaria a la ley de Dios en materia grave, con pleno conocimiento y perfecto consentimiento) nos separa totalmente de Él.

Asimismo, el pecado debilita la voluntad, nubla la razón y esclaviza a las pasiones, de tal manera que muchos santos dicen que, si pudiésemos ver los efectos tan horribles del pecado en nuestras potencias no pecaríamos más. Santa Teresa afirma: “No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que (el pecador) no lo esté mucho más… Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar” (Moradas primeras 2, 1-5). Nosotros, que tanto nos preocupamos por nuestra imagen, bien haríamos en reflexionar sobre las horripilantes huellas y cicatrices que deja en el alma el pecado no confesado. 

Como señala San Agustín: “Hay muchos que aman sus pecados y muchos también que los confiesan. Quien los confiesa y se acusa de ellos, se reconcilia con Dios, que reprueba sus pecados. (…) Es preciso que aborrezcas tu obra y ames en ti lo que es obra de Dios. Cuando empieces a detestar lo que hiciste tú, entonces comienzan tus buenas obras, porque repruebas las tuyas malas. El principio de las buenas obras es la confesión de las malas” (Comentarios sobre el evangelio de San Juan 12, 11-13).

El pecado es un obstáculo para la salvación, por lo que no solo debemos evitar el pecado, sino también toda ocasión de pecado. Pues debemos tener en cuenta que, como advierte C.S. Lewis en Cartas del diablo a su sobrino: “No importa cuán pequeños sean los pecados, siempre que su efecto acumulativo sea alejar al hombre de la Luz y llevarlo a la Nada. El asesinato no es mejor que las cartas si las cartas sirven. De hecho, el camino más seguro al Infierno es el gradual: la pendiente suave, sin obstáculos, sin mojones, sin señales”. 

La lucha contra el mal es tan terrible como difícil y, si bien el hombre no puede liberarse del pecado por sus propias fuerzas, lo que para el hombre es imposible no lo es para Dios, pues con su gracia es posible, no solo librarnos del pecado, sino vivir santamente haciendo Su voluntad.

Concluyo con una cita del cardenal John Henry Newman: “La Iglesia católica considera mejor que el sol y la luna caigan del cielo, que la tierra se desvanezca y que millones de personas mueran de hambre en la más extrema agonía, en cuanto a aflicción temporal se refiere, que una sola alma, no diré se pierda, sino que cometa un solo pecado venial, diga una mentira deliberada o robe un solo céntimo sin excusa. Pues ya no entendemos la gravedad del pecado y que de un pequeño pecado surgen todos los males del mundo y toda la tragedia de nuestra raza caída” (Ciertas dificultades que experimentan los anglicanos en la enseñanza católica, Volumen 1, Lección 8).

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