La humildad, sello distintivo de la vida y el legado de Benedicto XVI
Benedicto XVI, una humildad practicada en el servicio a la Iglesia antepuesto a los propios deseos y objetivos.
El 19 de abril se cumplió el vigésimo aniversario de la elección de Benedicto XVI.
Y aunque su elección como Papa tras la muerte de Juan Pablo II sorprendió a muy pocos dentro de la Iglesia, apuesto a que nadie previó que su papado terminaría en la primera renuncia papal en siglos. Por desgracia, para muchos observadores ocasionales (cuyo conocimiento de la trayectoria completa de Joseph Ratzinger va poco más allá de los memes mediáticos sobre el Panzerkardinal) su renuncia al papado parece ser lo más memorable de él.
Por lo tanto, a quienes apreciamos la obra de su vida nos corresponde hacer todo lo posible para que su legado se comprenda debidamente como una de las figuras eclesiásticas más trascendentales de los últimos 75 años. Y cuando digo "trascendental", lo digo en un sentido positivo.
Permítanme comenzar con una simple afirmación sobre la virtud más profunda y característica de Ratzinger, que servirá de hilo conductor para estas reflexiones. Dicha virtud es su sentido de obediencia al Señor con profunda humildad. Este aspecto esencial para comprender su legado se suele ignorar en favor de análisis centrados en sus construcciones teológicas, como si su teología pudiera disociarse de su vida de fe cristiana, que la animaba. Y no se equivoquen: Joseph Ratzinger fue ante todo, y de maneras profundamente definitorias, un creyente: un creyente en la centralidad de Cristo el Señor y en su Iglesia como mediadora sacramental de su Señor en el tiempo y el espacio.
De joven sacerdote, Ratzinger anhelaba vivir como un académico que usara su intelecto al servicio de las almas a su cargo. Dotado de un intelecto talentoso y de gran capacidad, deseaba poner este don al servicio de la Iglesia como teólogo. Pero pronto fue llamado al Concilio Vaticano II como perito (asesor teológico), y posteriormente fue nombrado obispo y luego cardenal. No buscó ninguna de estas responsabilidades, sino que las aceptó con obediente humildad.
El Papa Juan Pablo II le pidió repetidamente que presidiera la Congregación para la Doctrina de la Fe, y Ratzinger rechazó la oferta constantemente, ya que consideraba que su función como obispo en el hervidero teológico de Alemania era la necesidad pastoral más inmediata. Tampoco estaba seguro de ser la mejor opción para un puesto administrativamente tan complejo en el pantano febril de las intrigas curiales y las luchas internas entre eclesiásticos ambiciosos. Pero Juan Pablo II persistió -algunos dirían que insistió- y el cardenal Ratzinger, una vez más, dejó de lado sus propios deseos por un sentido de obediencia a la Iglesia.
Y esta obediencia le costó cara, ya que en su nuevo cargo fue atacado rutinariamente -a menudo de forma cruel y manifiestamente injusta- y fue retratado por muchos en el gremio académico como un vil represor de la libertad teológica en la Iglesia.
A pesar de la aparente serenidad y estoicismo de Ratzinger en medio de estos ataques, estos debieron de herirlo profundamente, ya que él mismo era un hombre de letras profundamente comprometido con los procesos de diálogo y discurso académicos. Pero comprendió que la Iglesia no es una universidad ni una sociedad de debates interminables donde cada verdad del aparato doctrinal eclesial esté sujeta a una constante re-litigación. Comprendió la naturaleza eclesial de la teología católica y, por lo tanto, que la vocación de un teólogo católico es la de ser humilde y obediente ante las verdades de la Revelación.
Su gestión al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe debe recordarse en este contexto histórico. En la era posconciliar, presenciamos una Iglesia sumida en una profunda agitación y confusión teológica. Esta agitación y confusión no se caracterizaba únicamente por los debates tradicionales entre jesuitas, dominicos y franciscanos sobre diversos temas, como en épocas anteriores. Era, en cambio, una Iglesia enfrascada en una lucha a muerte por su propia identidad más profunda, con muchos de sus dogmas centrales -por ejemplo, la divinidad de Cristo y Su necesidad para la salvación- siendo cuestionados, si no directamente negados.
Pero incluso en este caso, es simplemente históricamente inexacto describir su periodo en la Congregación para la Doctrina de la Fe como uno marcado por la represión inquisitorial. Como quienes pertenecemos al gremio teológico podemos confesar, es absurdo afirmar que los teólogos católicos de aquella época trabajaron en condiciones similares a las de un gulag eclesiástico, con teólogos progresistas perdiendo sus carreras y viéndose obligados a ocultar sus opiniones. La realidad es exactamente la contraria: la academia teológica continuó siendo el corral de los teólogos progesistas, mientras que los teólogos de Communio (como yo) o los tomistas de estricta observancia eran vistos como reaccionarios de la peor calaña.
Sin embargo, Ratzinger continuó su tarea con modestia y dignidad, reservando sus más enérgicas advertencias solo para los ejemplos más flagrantes de heterodoxia. Y aunque formuló algunas críticas moderadas a la teología de la liberación, estas se formularon con el objetivo de purgar dichas teologías de sus explicaciones marxistas de la lucha de clases sobre las relaciones sociales humanas, sin silenciar ni reprimir el movimiento en su conjunto.
La etapa de Ratzinger al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe fue, en cambio, indicativa de su obediente humildad. ¡Qué fácil le habría sido, y cuánto dolor podría haberse evitado, si simplemente hubiera adoptado una postura de tolerancia ilimitada hacia todas las opiniones en la Iglesia! Si Ratzinger hubiera sido un académico orgulloso y preocupado por su "reputación", habría optado por el camino de la alabanza mundana por su "altruista apertura" a las últimas modas teológicas. Pero como "humilde siervo en la viña del Señor", como se describió a sí mismo tras su elección, sabía cuál era su cruz por la verdad. Era la cruz de ser retratado como un eclesiástico ignominioso, "temeroso" del cambio y, por lo tanto, "reprimiendo" cualquier punto de vista discrepante con el suyo.
Finalmente, no creo que sea un gran secreto que Ratzinger nunca quiso ser Papa. Estoy seguro de que, tras la muerte del Papa Juan Pablo II, ya siendo un anciano, no deseaba nada más que retirarse a una pequeña casa bávara llena de libros, gatos, escalopes y pasteles, para volver a escribir allí sin interrupciones.
Pero el Espíritu Santo tenía otras intenciones, y Ratzinger, una vez más, se sometió humildemente y en obediencia al servicio de la Iglesia como Benedicto XVI. Su legado como Papa incluye la creación de los ordinariatos para antiguos anglicanos y su intento de renovación litúrgica mediante Summorum Pontificum. Incluyó hermosas encíclicas sobre la fe, la esperanza y la caridad, sus reflexiones sobre los apóstoles y su magistral relato de la vida de Cristo en sus volúmenes titulados Jesús de Nazaret. Estas obras se suman a los innumerables ensayos y libros teológicos que escribió antes de ser Papa.
Y entonces llegó su renuncia. Para mí, fue una devastación interior, y no la entendí. Pero en retrospectiva, es un ejemplo perfecto de la humildad que caracterizó toda su vida. No fue, como algunos han conjeturado apresuradamente, su "huida de los lobos" por miedo. Fue, más bien, un profundo acto de humildad caritativa en el que reconoció que el bien de la Iglesia se servía mejor con su renuncia. Porque había, y hay, "lobos" en la Iglesia. Y Benedicto XVI comprendió que para combatirlos se necesitaba un papa más joven y vigoroso, en la cima de sus capacidades y dones.
Quizás se equivocó al dimitir. Quizás, desde un punto de vista estratégico y puramente utilitario, no fue la mejor decisión. Quizás sentó un mal precedente. Creo que la gente razonable puede discrepar en estas cosas.
Pero lo que espero y pido en oración es que al menos todos podamos estar de acuerdo en que su decisión fue fruto de la misma humilde obediencia al Señor Jesucristo que marcó toda su vida.
- Publicado en National Catholic Register.