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Ser madre no es un trabajo sino una preciosa vocación: aunque humilde y escondida, es el mayor privilegio que Dios ha dado a la mujer.

Ser madre no es un trabajo sino una preciosa vocación: aunque humilde y escondida, es el mayor privilegio que Dios ha dado a la mujer.Elly Fairytale / Pexels

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Estamos en mayo, mes en el cual se celebra en varios países el día de la madre, esa bella y especial mujer a quien debemos la vida. Sin embargo, nuestra sociedad, que destina una fecha específica a homenajear a las madres, dedica el resto del año a atacar la maternidad a través de perversas ideologías. A tal grado que, se ha logrado ahogar, en muchas mujeres, el innato amor maternal. Debido a ello, son cada vez más las jóvenes que no tienen como prioridad casarse y formar una familia. Y, desafortunadamente, aun en la mayoría de los matrimonios, los hijos se han dejado de recibir como un don, pues se planean, artificial y cuidadosamente, para que lleguen “justo en el momento adecuado”.

Los anticonceptivos, introducidos astutamente a fin de liberar a la mujer “del yugo de la maternidad no deseada”, han transformado el acto mismo de la procreación en un frío abrazo que se espera sea estéril. De ahí que muchas mujeres, ante la “inesperada” vida que empieza a desarrollarse en su seno, ya no sientan alegría y esperanza, sino miedo, soledad y contrariedad, por lo que, muchas recurren a la engañosa “solución” del aborto a fin de eliminar al hijo que no desean

Así nuestra sociedad, caprichosa y narcisista, ha rebajado al ser humano, en su etapa gestación, a un objeto cuyo valor depende del deseo de la madre o de los padres. De este modo, si es considerado un obstáculo a la felicidad, no es más que un amasijo de células, pero si es deseado fervientemente, se recurre a todos los medios al alcance para obtenerlo, incluida la reproducción artificial que convierte a los hijos en mercancías destinadas a satisfacer los deseos de los adultos.

Este cambio de mentalidad ha traído como consecuencia que la mayor parte de la sociedad ya no considere la maternidad como una vocación de suma importancia, como la gran misión a la cual está llamada toda mujer (ya sea de manera biológica o espiritual), sino como una opción entre muchas otras.

Además, debido a que el éxito en nuestra sociedad está estrechamente ligado a la vida profesional, la crianza de los hijos se ha mundanizado. De ahí que se otorgue tan poca importancia (cuando no se abandona por completo) a la formación espiritual de los hijos al tiempo que se busca desarrollar todo tipo de conocimientos, habilidades y destrezas con los que se pretende asegurarles un brillante futuro. Por ello, muchas madres dedican una parte importante de su sueldo, y el poco tiempo que tienen con sus hijos, a que estos realicen diversas actividades extracurriculares. Pues, parafraseando a Chesterton: “Hay madres tan preocupadas de dar a sus hijos lo que ellas no tuvieron (deportes, idiomas, música, baile y múltiples cursos) que se olvidan de darles lo que sí tuvieron (un verdadero hogar)".

Como consecuencia de esto, la madre, que antes se consideraba insustituible, es actualmente reemplazada por asesores, entrenadores, mentores, psicólogos y “expertos” de todo tipo que, apoyados tanto por ideologías como por modas, han “profesionalizado” lo que por siglos se realizase de manera natural: la crianza de los hijos. Pues, como señalara Chesterton: “Nuestros padres no hablaban de psicología; hablaban de un conocimiento de la naturaleza humana. Pero ellos la tenían y nosotros no. Sabían por instinto todo aquello que nosotros hemos ignorado con la ayuda de la información. Porque son precisamente los primeros hechos de la naturaleza humana los que ahora ignora la humanidad”.

Ser madre no es un trabajo sino una preciosa vocación que, aunque humilde y escondida para un mundo que mide el éxito en términos materiales, es el mayor privilegio que Dios ha dado a la mujer. Pues Dios ha confiado a las madres la inigualable misión de dar la vida y enseñar a sus hijos sus primeras palabras y sus más fervientes plegarias; a caminar y a elegir el estrecho sendero recto; a conversar y a practicar la cortesía; a desprenderse de su egoísmo para buscar el bien de los demás; a compartir las risas y consolar y acompañar en las tristezas; a distinguir lo usual y atractivo de lo bueno y virtuoso defendiendo la verdad aun cuando esto tenga consecuencias adversas y así buscar primero el reino de Dios con la confianza de que todo lo demás vendrá por añadidura (cf. Mt 6, 33).

La abierta rebelión contra Dios de gran parte de nuestra sociedad hace que la tarea que tenemos las madres se antoje imposible. Mas debemos recordar que mayo es, ante todo, el mes dedicado a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Mediadora de todas las gracias. Que María, Madre Amable, Madre Admirable, Madre del Buen Consejo, sea nuestro refugio en nuestras tribulaciones y nuestra defensa y escudo en las tentaciones. Pidamos a la siempre Virgen María cubra y supla todas nuestras debilidades, defectos y deficiencias que como madres tenemos y que nos guíe en nuestra insustituible y valiosísima misión.

Como nos recuerda Alice von Hildebrand: “El privilegio de ser mujer consiste, precisamente, en que la más perfecta de las criaturas fue mujer y, por ello, las mujeres están llamadas a imitar sus virtudes: la humildad, el abandono confiado a la Providencia y la fecundidad física y espiritual que las llama a engendrar a otros para nacer a la vida eterna. Esa es la misión altísima de la mujer, siguiendo el modelo de María; Dios se vale del cuerpo de la mujer para crear un alma nueva, un alma eterna, llamada a gozar de Su amor por toda la eternidad”. 

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