Hijo Pródigo - En marcha hacia la lejanía
El hijo pródigo, un iluso exaltado.
'El regreso del hijo pródigo' (1628) de Giovan Francesco Barbieri, conocido como El Guercino.
- (Continuación del artículo Una aventura arriesgada, con final feliz.)
Este joven iluso sale de casa lanzado y camina seducido, fascinado por el tipo de vida que se le abre, que lo recibe -toda ella- con los brazos abiertos, y le produce exaltación.
III. Los procesos de vértigo y de éxtasis
No confundamos exaltación y entusiasmo.
- El entusiasmo -sentimiento propio del proceso de éxtasis- nos enardece, pero no nos saca de nuestras casillas; al contrario, transforma nuestra libertad de maniobra en libertad creativa, es decir: libertad de actuar con iniciativa para hacer el bien.
- En cambio, la exaltación propia del proceso de vértigo no perfecciona nuestra libertad, porque la diluye, al empastarnos con la realidad seductora y no permitirnos tomar distancia de perspectiva.
Cuando nos dejamos seducir por una realidad fascinante que nos hace perder el sentido -como suele decirse-, nos fusiona con ella, nos perdemos en ella. No nos encontramos con ella, porque el encuentro implica un modo de inmediatez a distancia, que es la forma por ejemplo de ver un cuadro. Ni demasiado lejos ni demasiado cerca. Bastante cerca, pero a cierta distancia. Si la cercanía es excesiva, no entramos en relación de presencia y no podemos encontrarnos.
Pero, al no haber encuentro, no hay vida personal. Por eso el borrachín que, de vuelta a casa, en la madrugada, abraza la primera farola que ve, no se une íntimamente a ella; se empasta con las sensaciones que le vienen de fuera. Por eso no afirma su personalidad ni la perfecciona; la diluye. Eso explica que, tras abrazarse a la farola con efusiones de amor eterno, puede ser muy violento con un familiar que le reproche el volver a casa en tal estado.
Este joven que camina, ilusamente, hacia un horizonte de felicidad colmada actúa seducido, deslumbrado, pero no con buen talante -como suele pasar, en cambio, con el entusiasmo-. De ahí que, aun creyendo estar a punto de sumergirse en un mar de felicidad, pueda comportarse, incluso, con crueldad. Así, pareció insensible al dolor que sintió el padre -que ejerce en la parábola del hijo pródigo función de padre y de madre- cuando le oyó reclamar la parte de la herencia, rompiendo la costumbre familiar, y sobre todo cuando lo vio ausentarse muy decidido hacia la lejanía, rumbo a ninguna parte.
El joven fascinado actúa sólo desde sí mismo y para sí mismo, rechazando toda compañía, aislado, sin tomar en cuenta lo mucho que pierde al romper con la familia. Podría haber puesto ante la mente varias ideas, pensarlas luego todas juntas, en suspensión, y formar rápidamente un círculo virtuoso. Más o menos de esta manera:
- Si me voy, aquí se queda mi hogar, un lugar de refugio y amparo frente a las necesidades diarias y a las eventualidades; y todo lo que significan los padres y los hermanos, como entorno confiado y propicio al diálogo solidario. Se queda, arrumbado, cuanto he sido desde pequeño y me ha ayudado a crecer.
- Cierto que disfruto de poca iniciativa, casi ninguna. Pero, con la edad, podré desde este trampolín establecer un entorno de relaciones creativas, como es el matrimonio, y tener la medida de gozo que me depare mi vida de comunidad.
- Delante de mí está la aventura, la libertad de maniobra sin límites, mi capacidad de decidir en cada momento cómo orientar mi vida y buscar la felicidad... pero también me acecha el vacío si no logro crear una vida llena de sentido.
Este círculo virtuoso, esta trama de pensamientos cargados de sentido y de adherencias emotivas, puesta ante la mente recogida, podría haber sido para él una fuente de luz. Pero no se plantea hacer esta sencilla reflexión. Al estar seducido por lo nuevo, por la perspectiva de una libertad de maniobra ab-soluta, sólo ve la aventura, que no duda en identificar con lo venturoso. No se toma tiempo para elegir antes de decidir. El que elige lo mejor entre varias posibilidades es -según los antiguos romanos- el elegante, la persona ponderada que confronta una posibilidad con otra y tiende a escoger la mejor para él y para los suyos.
Pero el joven seducido y fascinado vive dentro de sí y para sí. Por eso prescinde de cuanto no sea la aventura que lo deslumbra. Lo seductor sólo se preocupa de deslumbrar; no se cuida de saber si, a la vez, enceguece. No nos permite ver en suspensión, contemplar ese conjunto de conceptos madre que denomino "círculo virtuoso" y es una fuente de luz. La seducción nos dirige a un solo fin, no nos abre a otras perspectivas. De ahí la forma despiadada, desalmada, de despedirse el seducido de cuando deja tras de sí. Ve todo lo que abandona como algo puramente negativo, mera fuente de reproches o prohibiciones, contrario a lo que entiende como libertad pura, absoluta, incondicionada, libre de toda norma.
Esa vida sin cauce alguno que lo lleve a la creatividad se le aparece ilusamente como el colmo de la felicidad. El que sigue los dictados del vértigo es un iluso, no un ilusionado, un entusiasmado. Pero a él le parece, en principio, un venero inagotable de felicidad.