Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

Anunciada oficialmente su nominación: católica y madre de siete hijos

Testimonio sobre Barrett, la juez de Trump para el Supremo: «Ella fue una respuesta a mis oraciones»

Testimonio sobre Barrett, la juez de Trump para el Supremo: «Ella fue una respuesta a mis oraciones»
Amy Coney Barrett, este sábado en la Casa Blanca, aceptando la nominación tras ser presentada por Donald Trump, quien destacó su condición de heredera intelectual del juez Antonin Scalia.

ReL

Confirmando los pronósticos y lo que el propio presidente había dado a entender, Donald Trump anunció este sábado que propone a la juez Amy Coney Barrett, de 48 años, como magistrada del Tribunal Supremo en sustitución de Ruth Bader Ginsburg, fallecida el 18 de septiembre. 

El nombramiento deberá ser confirmado por el Senado, donde el jefe de la mayoría republicana, Mitch McConnell, se ha asegurado la mayoría suficiente para hacerlo. Si finalmente la designación se aprueba, la más alta corte estadounidense, llamada a interpretar la Constitución, constará de una sólida mayoría de 6 a 3 de jueces nombrados por presidentes republicanos, tres por Trump, todos ellos firmemente provida.

La elección de Barrett es una promesa cumplida por el actual inquilino de la Casa Blanca, quien tanto en 2016 como ha recordado a los electores que con la presidencia también está en juego la capacidad de definir durante decenios la orientación del Tribunal Supremo, dado que los cargos son vitalicios.

Amy Conney Barrett es católica y madre de siete hijos, dos de ellos adoptados. Está vinculada a un grupo carismático, donde su padre ejerce como diácono permanente. Mantiene una sólida posición provida y como jurista forma parte de la corriente originalista, como el juez Antonin Scalia (1936-2016), con quien trabajó. Defiende que la Constitución debe ser interpretada según la voluntad de quienes la hicieron, y que cambiarla, si es preciso, corresponde al poder legislativo, y no a los jueces. La interpretación contraria, que convierte a los jueces de facto en legisladores e intérpretes de la voluntad popular sin haber sido elegidos, es la que ha permitido en las últimas décadas amparar constitucionalmente el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo frente a las leyes estatales contrarias. [Pincha aquí para leer en ReL un completo perfil de la juez Barrett.]

La juez Barrett fue atacada por su fe por los senadores demócratas en 2017, durante las audiencias para su confirmación como juez federal. "El dogma vive fuertemente en usted. Y esto es algo preocupante", llegó a decirle la senadora Dianne Feinstein.

A las insinuaciones anticatólicas de Feinstein en 2017, la juez Barrett responde con contundencia que siempre ha sentenciado aplicando la ley: "Si se diera el caso de que tuviese una objeción de conciencia a la ley, recusaría, nunca impondría mis convicciones personales sobre la ley".

Y es probable que esos ataques se intensifiquen ahora, en plena campaña para las elecciones presidenciales del 3 de noviembre. Eso sí, ni los medios más opuestos a su nombramiento pueden encontrar nada en su reconocido currículum académico y jurisprudencial que permita cuestionar su idoneidad.

También salen a la luz testimonios relevantes sobre su personalidad. Como el de Laura Wolk, la primera mujer ciega que trabajó como asistente en el Tribunal Supremo, coincidiendo precisamente con Barrett en el despacho de Scalia. 

Wolk ha relatado su experiencia en First Things, unas palabras que reproducimos porque definen el comportamiento personal de la virtual nueva juez del Tribunal Supremo.

Laura Wolk se licenció como abogada en la Universidad de Notre Dame.

Lo que aprendí de Amy Coney Barrett

A lo largo de la pasada semana se han publicado numerosos artículos sobre diversos aspectos del carácter de Amy Coney Barrett: la idoneidad de su designación como juez, su inteligencia como profesora y su desacomplejado compromiso con la fe católica. Pero mucho antes de considerar cualquiera de esas cualidades, yo pensaba en la juez Barrett simplemente como una respuesta a mis oraciones.

Llegué a la Universidad de Notre Dame en 2013. Como cualquier nuevo estudiante de Derecho, en mi cabeza se arremolinaban esperanzas, pensamientos, sueños y temores. Pero, a diferencia de muchos otros estudiantes, como persona completamente ciega yo necesitaba además asegurarme de que podía acceder sin ayuda de nadie a los instrumentos y las tecnologías necesarios para conseguir mis objetivos.

Lamentablemente, las cosas tuvieron un comienzo accidentado. La tecnología adaptada adquirida por la universidad, que tendría que haberme permitido competir en igualdad de condiciones con mis compañeros con visión, no llegó a tiempo. Acto seguido, en cumplimiento de la Ley de Murphy, mi ordenador portátil se estropeó, dejándome de la noche a la mañana sin forma de acceder a mis textos, tomar notas o seguir el ritmo de las clases. Necesitaba ayuda, y la necesitaba rápidamente.

Para esa ayuda me dirigí a la entonces profesora Barrett. Aunque solo la conocía desde hacía dos semanas, confiaba en que esa mujer preparada y capaz no se desentendería de mis preocupaciones y me aconsejaría sobre cómo dirigirme a la universidad para conseguir lo antes posible la tecnología adaptada que necesitaba.

Pero ella no solamente me ayudó a colocar mejor la carga sobre mis hombros: me la descargó y la asumió ella misma. Nunca olvidaré el momento en el que me miró al otro lado de la mesa de su despacho y, con tanta serenidad como naturalidad, me dijo: “Laura, éste ya no es un problema tuyo. Es mío”.

Para muchos, esto puede parecer un gesto insignificante. Después de todo, ¿qué trabajo podía suponer para un profesor de Derecho enviar unos correos electrónicos y hacer algunas llamadas? Pero, como persona discapacitada que soy, como alguien acostumbrado a la tarea, a menudo solitaria y casi siempre ingrata, de valerme por mí misma, me cogió por sorpresa. Sus palabras, más allá de lo que yo le había pedido, fueron un bálsamo para mi alma. La rara oferta bastó para impresionarme, pero la sinceridad y la convicción con la que hablaba apuntaban que no me abandonaría. Demostró, como yo sabía que iba a suceder, que es una mujer de palabra.

Cuando ya estaba en mi tercer año de tutoría, durante mi último semestre en la facultad, me encontré de nuevo ante la puerta de la oficina de la profesora Barrett. Habíamos quedado para hablar de mis incipientes planes de presentarme como asistente de un juez del Tribunal Supremo. Pero yo tenía otra noticia preocupante que compartirle. Por un reciente problema de salud, mi último semestre en la facultad lo iba a pasar, por el contrario, sufriendo múltiples cirugías oculares y recuperándome de ellas. Esto amenazaba con poner en peligro la titulación que necesitaba para perseguir mis sueños.

Pero esto suscitaba interrogantes más profundos –y mucho más importantes– sobre mi propio lugar en el mundo, el sentido del sufrimiento y cómo afrontar lo desconocido. La profesora Barrett quiso escucharlo todo. Me dejó tiempo para llorar todo lo que quise y recorrer todos los “¿Y si..?”, y me dejó quedarme hasta que de nuevo me sentí dispuesta a afrontar todos los desafíos que tenía por delante.

Conseguí sacar adelante el semestre y, por la gracia de Dios, me convertí en la primera mujer ciega asistente en el Tribunal Supremo. La cordialidad y la compasión que la juez Barrett me mostró en tantas ocasiones fluyen del mismo manantial de fe que ahora tanto le reprochan. La facilidad con la que entrega su tiempo y sus energías al servicio de los demás proviene de años amando al Señor con todo su corazón, con toda su mente, con toda su fuerza, y amando al prójimo como a sí misma. Y para una mujer joven y discapacitada como yo, luchando por encontrar mi asidero y mi lugar en este mundo, esa fe fue la que marcó la diferencia.

Traducción de Carmelo López-Arias.

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