Religión en Libertad

Monseñor Anastasio Granados recién nombrado Obispo auxiliar de Toledo, el 5 de junio de 1960

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HUYENDO DE LOS ROJOS TOLEDANOS

[CONTINÚA] MES DE AGOSTO

Día 1. El nuevo mes nos iluminó con la tempranera luz de su primer día, que tenía ancho campo para llegar hasta nuestra alcoba. Con la luz, del día, sobre las cinco de la mañana, pude darme perfecta cuenta del sitio en que nos encontrábamos, a pocos metros de un trigal y en frente de la labranza “La Madroña”.

El plan era ocultarnos detrás de unas carrascas, casi tan altos como yo, para ver si el enemigo llegaba, sin que él pudiera vernos a nosotros. Entretanto, se hacía una campaña en el pueblo para hacer creer a todos, amigos y no amigos, que habíamos ido a las sierras: no tenían que vernos ni los hijos de Bautista, que estaban en la labranza.

Cuando nos cansamos de mirar y no ver a nadie, y fuimos sintiendo los efectos del sol, salimos del trigal para buscar la sombra de una encina próxima, la cual por desgracia, estaba en terreno ya segado. Pero la habilidad de don Bernardo halló feliz solución, acercando haces y preparando una magnífica sombra. Faltaba un elemento importante, la comida.

Hacia la una llegó nuestro querido seminarista Eustasio, montado en una burra, que portaba unas aguaderas bien provistas. Comimos bien y hasta tuvimos segundo plato, que fue leche. El problema del agua se solucionó yendo Eustasio a un pozo cercano, a llenar el cántaro. Excusado es decir que con el cántaro tuvimos agua para beber dos días y hasta para lavarnos un poquito (sin desperdiciar mucho) y que en las aguaderas venía también una tartera con queso y lomo.

El día no se presentaba mal: los de Alcaudete no habían ido a “Los Villajeros”. Pepe Gómez, que había llegado a La Fresneda, había dado noticias optimistas y nosotros teníamos comida por entonces. ¿Qué más habíamos de pedir? Lo peor era que no podíamos decir misa.

Día 2. Se repite lo del día anterior con ligeras modificaciones. Por la mañana viene tío Atanasio con su yegua a traernos el desayuno y, como de lejos oíamos la yegua y no conocíamos al jinete, empezamos a pensar que sería un escopetero rojo y rezamos el Acto de Contrición por lo que pudiera tronar. Tío Atanasio nos trajo una carta de la esposa de Pepe Gómez a su marido, en la que daba noticias interesantes de la marcha de la campaña. Por la tarde nos llevó la cena Moisés.

Día 3. Llegó a visitarnos y a llevarnos el desayuno tío Atanasio, quien nos animó a acercarnos más al pueblo. Bajamos al valle. Yo, estrenando las alpargatas de tres reales, que recibieron con aquella caminata un golpe de muerte, siguiendo a tío Atanasio que cabalgaba en su yegua llevaba en una mano las bridas y en la otra el cántaro vacío.

Nos escondimos en una ladera, hablamos de la caza de perdiz, vimos a un pastorcito el cual también nos vio a nosotros, y planeamos el viaje a sitio seguro. Una vez que tío Atanasio fue al pueblo, don Bernardo bajó a un pozo a llenar el cántaro y yo crucé a otro valle y empecé a subir otro monte, cargado con las alforjas y varias mantas de las mulas.

Por fin nos juntamos debajo de un árbol y continuamos nuestra ascensión hasta llegar a una viña, cuyas tapias saltamos. Allí pasamos el día. A las 8 de la noche vino Bautista trayéndonos la cena y la ropa para mudarnos. Comenzamos a bajar y llegamos a unas parras, bajo cuyos pámpanos nos echamos a dormir tranquilamente.

Día 4. Hacia las 7 nos visitó tío Atanasio, que traía su cabra para disimular. Se pensó trasladarnos a un trigal próximo, propiedad de tío Atanasio, y para ello hubo que aprovechar el momento en que Eulalio, que segaba cerca de nosotros, miraba al lado opuesto. La travesía se hizo sin novedad.

Cuando penetramos en el trigal y, dentro de él, nos cobijamos bajo la colosal encina, capaz de recoger a una docena de personas, cuyas ramas bajaban hasta tocar las mieses, respiramos a pleno pulmón viendo que desde fuera nadie podía vernos y que nosotros podíamos observar todo nuestro frente.

Día 5. Bien de mañana, antes de las 5, aparecían en la loma opuesta los pastorcillos y vaquerillos del pueblo, particularmente el de tío Casimiro, muy rabioso, por cierto. Nos traía el desayuno tío Atanasio o su cuñado el tío Emeterio, que por tener el huerto en el valle y las olivas tocando el trigal, decía que no “se escalece nadie” de que viniera.

Hacia mediodía vimos a otros personajes que no eran tan agradables como los queridos que nos traían el desayuno: eran dos escopeteros de Alcaudete que buscaban algo. Felizmente buscaban perdices en vez de curas y las piedras que tiraban al valle y las miradas que echaban en dirección de nuestro escondite, eran mucho más inocentes de lo que nosotros pensábamos. Por fin, remontaron y traspasaron la cima del montecillo, dejándonos tranquilos.

Por la noche también se nos traía la cena; los emisarios eran Bautista o tío Emeterio.

Día 6. Se repetía lo del día anterior sin lo de los escopeteros, pero con la visita de una regular culebra que nos venía a hacer los honores, la muy coquetona, pensando sin duda que la íbamos a obsequiar con la leche sobrante de nuestro café, cuyo olor la atraía irresistiblemente. Don Bernardo se encargó de desengañarla con certeros cantazos.

En este día se empezó a segar el trigo en que estábamos escondidos, y uno de los segadores era el tío Columbano, el alguacil, que demostró en una conversación, que seguíamos sin que él se percatase, su entrañable amor a los curas, deseando azotarlos con cardos.

Día 7. Como la noche anterior me habían entregado carta de Mercedes con la grata noticia de que estaba bien toda la familia del Sr. Cardenal, me sentí agradecido al cartero Cayetano, cuyo santo era este día, y me decidí a felicitarle haciendo unos ripiosos versos que declaraban un poco veladamente nuestro escondite.

Por la tarde vino a vernos tío Atanasio y nos mandó bajar del escondite para trasladarnos a otra mansión más cercana al pueblo. Con toda suerte de precauciones llegamos al pueblo sobre las 9, y entramos en casa de Bautista. No sé qué impresión extraña y extraordinariamente agradable recibí, al poder cenar debajo de techado. Aprovechamos el tiempo para afeitarnos, para cenar y para leer las noticias que nos traía Pepe Gómez, recién recibidas de su esposa.

Después de cenar, serían casi las 11, nos trasladamos al guango de tío Pedro. El sitio era verdaderamente estratégico y señorial. Había sido construido para guardar paja, pero hacía varios años que estaba abandonado. Tenía dos pisos, pero el entarimado de arriba, o sea, las cañas, llegaban tan solo a la mitad, y las que restaban eran extremadamente endebles, lo cual me permitió meter toda la pierna cuando intenté echarme a dormir.

La parte de abajo era estercolero. Había una puerta de una anchura más que regular, pero abierta completamente por falta de maderas; las escaleras eran un yugo y arriba había una puertecilla que no tenía picaporte ni llave, y dos vanos de ventana. El sitio era estratégico porque estaba encima del pueblo, al cual dominaba totalmente, porque estaba a la vera del camino que habían de llevar nuestros perseguidores, y porque no había posibilidad de cerrarse.

Pero todas estas condiciones hacían menos probable que se sospechara de nuestra estancia allí.

Día 8. La cabra de tío Atanasio cubría toda la trampa, porque con ella salía nuestro buen amigo llevando en un caldero nuestro desayuno, cubierto con hojas de parra. Todo el día quedábamos solos y al atardecer, recibíamos de nuevo la visita de tío Atanasio o de Bautista para traernos la cena.

Día 9. Serían las 12 de la mañana y teníamos entre nosotros a tío Atanasio, cuando al mirar por una de las muy amplias ventanas, vimos un caballo atado a la ventana. Bajó tío Atanasio y después supimos que no tenía la cosa importancia. Por la tarde vimos escopeteros de Alcaudete, a los hijos de tío Macario que iban hacia Torrecilla y a cuatro milicianos de Torrecilla, que regresaron a su pueblo pasando muy cerca de nosotros; estos habían ido al pueblo a exigir dos jamones.

Por una equivocación de las beneméritas esposas de nuestros protectores, nos encontramos este día con abundante comida y con gazpacho, pero con una cuchara del café para los dos. La maña de don Bernardo suplió la deficiencia.

Día 10. Nada de particular. Continuamos en nuestro palacio encantado, pero con el alma en un hilo temiendo que algún indiscreto muchacho viniese a coger nidos, o que algún otro personaje quisiera refugiarse allí, y topara con nosotros. Venturosamente, sólo una gallina se atrevió a turbar nuestra soledad.

Por la tarde apareció Apolonio, que estaba un poco enfermo, el cual nos dijo que íbamos a ser trasladados a su pajar. Bajamos por su era, penetramos en la casa, cenamos lo que la buenísima María nos había preparado y pasamos al pajar. Era esta pieza digna de estudio: una habitación en el alto, especie de troje, que no tocaba la pared por uno de sus extremos; el hueco que quedaba entre el final de las tablas y la pared, constituía la “pajera” y en ella estaba la escalera, por donde subíamos.

Nos acostamos sobre unos costales de paja y nos pareció comodísima vivienda, aunque a don Bernardo le preocupaba un poco la vecindad de los ratones que daban muestras de impaciencia por encontrarse con nuevos vecinos.

Día 11. Por la mañana pudimos examinar detenidamente la nueva residencia. Hacia las 7 nos subieron el desayuno, nos lavamos y se nos facilitó todo un cúmulo de cosas útiles, tales como un taburete que haría de mesa y a lo mejor de silla, un farol, un caldero lleno de agua y una saca de paja grande. El día transcurrió sin novedad. Recibimos la visita de tío Atanasio.

Día 12. El día fue movidísimo. A las 11 recibimos el primer susto por haber escuchado el comentario que hacía María sobre una visita que acababa de llegar y que vería la cama sin sábanas. Nosotros creímos que se trataba de un registro de los rojos, y era simplemente una visita de cortesía de Arias, de su sobrino Miguel, que venían a saber las noticias que la noche anterior había captado Apolonio en el Salto de Forero.

Hacia las dos de la tarde vino el susto de veras. Apareció en nuestro pajar María dándonos la noticia de que habían llegado varios milicianos diciendo “salud, salud”, y preguntando por Bautista. Era lo suficiente para ponernos en guardia. Después llegó muy azorado Apolonio, mandándonos saltar del pajar y tirar todos los libros que teníamos porque nos buscaban en firme, decididos a registrar todas las casas. Salimos del pajar, saltamos la tapia pasando a casa de tío Emeterio y metiéndonos en la tercera de las pocilgas de cerdos que había en el corral.

Allí pasamos un rato amargo, unas dos horas. Los sentimos decir que a los curas había que matarlos a todos “porque no hacen más que engañar a la gente y sacar dinero”. Oímos un tiro y pensamos que habían matado a Bautista por no querer descubrirnos y nos preparamos para morir.

Por fortuna, la cosa había sucedido de esta manera: se presentaron unos 17 escopeteros, en su mayoría de Belvis, preguntando por los curas y por Bautista. Bautista estaba en su labranza y Justa, cuando regresaba de llevarle la comida, dijo a los que la preguntaban que los curas habían sido despedidos cuando el alcalde pasó aviso de que no podían continuar en el pueblo, y que de esto hacía 15 días.

Esta fecha coincidió con la que habían dado en “Los Villarejos”, y con lo que les dijo tío Atanasio. Pidieron de comer y se les proporcionó en casa de tío Atanasio, pero no contentos algunos con huevos y chorizos, salieron a matar alguna gallina, y este fue el tiro que oímos. Como el tiro sonó cerca de tía Ana, la buena mujer enfermó y empezó a dar gritos, con lo cual nos hizo un favor, porque se marcharon los milicianos apresuradamente.

La razón de buscarnos era la siguiente: un pastorcillo había dicho que los curas nadaban por riberos de La Fresneda, y uno del Comité de Belvis mandó a una cuadrilla de los más brutos, con orden de fusilarnos en medio de la plaza de La Fresneda, porque andábamos cerca de donde trillaba un hijo suyo y éramos capaces de asesinarle.

Esta misma tarde salieron para Madrid los sobrinos de don José Pardo. Cuando salimos de la pocilga, vimos que Apolonio había llevado un sofocón tremendo porque le habían amenazado con fusilarle a él si no decía dónde estábamos. Se decidió que saliéramos nuevamente al campo, lo cual efectuamos después de cenar, habiendo recibido noticias de mi hermano y del de don Bernardo.

La salida fue hacia las diez de la noche, en dirección al trigal de “La Madroña”. Llegamos muy cerca de las doce, muy cansados del caminar y del susto de la tarde.

Día 14. Vigilia de la Asunción. Sin más novedad que la lluvia tenue de por la tarde y un fuerte dolor de cabeza que atacó a don Bernardo. Por lo demás, las necesarias precauciones para que no nos vieran los pastores y porquerillos que por allí andaban.

A la caída de la tarde vino Bautista y nos trajo comida caliente. Cuando anocheció hicimos una salida para encontrar el manantial del agua, con el cual dio don Bernardo gracias a su conocimiento de los terrenos de labor.

Día 15. Asunción de la Santísima Virgen. La celebramos sufriendo los rigores del calor, añorando la compañía de los sacerdotes de nuestra parroquia de Talavera, de los que no sabíamos nada absolutamente. Por la tarde no llegó Bautista, según nos había prometido, y con esto pasé una noche, la más triste y angustiosa que recuerdo, temiendo que no hubiera venido por haber sido apresado por los milicianos rojos.

Día 16. Vimos a Eustasio que guiaba a los cerdos con su característica calma, lo cual me tranquilizó algo. A mediodía nos trajo la comida y que todo iba bien, y que por la noche bajaríamos al pueblo.

A las 9 de la noche llegó Bautista y nos condujo al pueblo con toda clase de precauciones. Quizás pasaron de ciento las paradas que hicimos en el camino. Al llegar a la entrada del pueblo, topamos con tío Atanasio quien nos dijo que no había dicho nada a Apolonio y que por aquella anoche fuéramos al guango de tío Pedro. Lo hicimos y nos acostamos sin cenar y sin agua.

Día 17. A las tres de la madrugada vino tío Atanasio y nos llevó a su casa, metiéndonos en una habitación donde había dos camas. A pesar de haber perdido la costumbre, certifico que dormí en colchón muy ricamente. No hay palabras para alabar la valentía de tío Atanasio al meternos en su casa, la más céntrica del pueblo y la más concurrida.

El problema de mantener la incógnita no era muy fácil del todo. En la casa había cinco hijas y las tres mayores tuvieron que enterarse enseguida; a las dos pequeñas había que ocultárselo a todo trance, y para ello había que inventar muchas evasivas cuando la Mere quería entrar en la habitación a mirarse en el espejo grande.

Pasábamos el día cerrados por dentro con llave, poniendo a régimen hasta los estornudos. No se abría más que a los iniciados, y cuando salíamos a la cocina grande a desayunar o a comer, teníamos que cuidar mucho de no rozar el plato con el cubierto, porque de lo contrario, tío Pedro, que estaba invariablemente sentado debajo de la ventana de la cocina, se hubiera percatado. Por la noche cenábamos en la otra cocina que da al corral y salíamos sin luz a tomar el fresco, a charlar con tío Atanasio.

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