La alabanza: un grito del corazón

Fuego, símbolo del Espíritu Santo y el amor de Dios
Últimamente, estoy leyendo noticias entorno a la alabanza, que a veces me desconciertan, y creo que nos pueden hacer perder el sentido de lo que es una verdadera oración de alabanza.
Por ello, creo que se hace necesaria una pequeña alusión a la alabanza desde lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, al respecto, sobre ella. Por ello, quiero comenzar citando al Catecismo, para desde ahí desarrollar la reflexión. Nos dice el catecismo, en el número 2639:
- La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que Él es. Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria. Mediante ella, el Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (cf. Rm 8, 16), da testimonio del Hijo único en quien somos adoptados y por quien glorificamos al Padre. La alabanza integra las otras formas de oración y las lleva hacia Aquel que es su fuente y su término: “un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Co 8, 6).
Por ello, podemos decir que alabar a Dios, es reconocer lo que él es, en nuestra existencia. Dios se muestra como un Dios lleno de poder, y de gloria. Él es la paz en medio de la prueba, y el huracán que transforma toda nuestra persona, y ordena nuestra existencia. Él es el Padre que viene a ti. Él es el Dios todopoderoso, que viene a saciar todos tus deseos y tu sed de recibir amor.
Reconocer lo que Dios es en medio de ti, es poder hacer de tu vida un canto de alabanza a su gloria. Por ello, no solo con el corazón, y los labios alabas a tu Dios. Sino que es toda tu persona la que se abre a la alabanza. Por ello, podemos levantar los brazos, y nos postrarnos ante la majestad de Dios. Respondemos a la grandeza de Dios bailando ante su presencia y abrimos nuestros brazos, porque sabemos que él viene a nosotros para estar en medio de nosotros.
Alabamos a Dios, porque es grande y fuerte. Por eso, en medio de la prueba, el sufrimiento y el cansancio, sabemos de su poder y le damos gloria. Así, él se hace presente y nos llena de su fuerza. En la alabanza el hombre deja de ser el centro, para ser revestido de la gloria de Dios.
Con nuestros labios podemos decirle al Señor todo lo que sabemos y conocemos que es él. Le damos la gloria desde unos labios que cantan su nombre. La alabanza que brota de nuestro corazón, es un canto al Dios que viene a nosotros, porque sabemos que es el Amor que nosotros necesitamos.
De este modo, lo importante es que Él tiene poder en nuestra vida, y por eso, actúa de este modo en ella. Nuestras obras son para rendirle culto y gloria aquel que está junto a nosotros.
La alabanza a Dios brota de un corazón que se ha dejado purificar por él, y es hecho de modo pleno hijo amado de Dios. Creemos en el poder de Dios. Nos revestimos de su gloria porque hemos creído en él. La fe en Dios nos lleva a alabarle.
Solo por la fe el hombre puede ver la gloria de Dios. Por ello, alabamos, sin cansarnos, a Dios, porque sabemos que vendrá con su fuerza para que en medio de nuestras fatigas podamos reconocer su gloria. En medio del dolor y la prueba el hombre puede alabar a Dios, como lo hizo Jesús, en Getsemaní.
La alabanza a Dios, es la oración más grande que podemos hacer como hijos. Nos viene a rescatar del mal. Como Jesús, el Padre viene a nosotros, cuando nos pide una entrega. Pero como Jesús nosotros podemos gritar: no, pero sea tu voluntad (cf. Mt 26, 39), y hacer de ello una alabanza a Dios.
La alabanza a Dios es más evidente en el dolor de cada uno de nosotros. Dios nos pide una alabanza no solamente cuando contemplamos su gloria y sentimos su presencia poderosa, sino cuando en medio de nuestro agotamiento cotidiano le damos gloria. Solo así, él puede cambiar nuestro corazón y ser llenado totalmente de él.
La alabanza nos hace reconocer a Dios como Padre. Por el poder del Espíritu somos revestidos de la gloria de Dios, que nos hace hijos como el Hijo. Nuestro espíritu se une a su Espíritu y podemos llamar a Dios, Padre (cf. Rm 8, 15-27). Jesús alabó al Padre, el pueblo de Israel también alabó a Dios. Hacer de nuestra existencia una alabanza a Dios, es dejarse inundar de él, para vivir como hijos amados de Dios, que viene a hacernos libres.
La oración de alabanza también nos ayuda a pedir a Dios, porque nos sabemos hijos de un Padre que quiere darnos todo lo suyo. Y la alabanza, nos pone en una actitud de acción de gracias, porque solo podemos alabar al que nos lo entrega todo. El Señor nos viene a dar lo mejor para cada uno. Así, nos entrega el Espíritu que viene a nosotros. Somos débiles pero con él, podemos vencer en medio de la prueba porque sabemos que el Señor en la cruz ha vencido. De esta manera, la Cruz de Cristo es el mayor acto de alabanza del Hombre a Dios.
La alabanza nos introduce en la misma vida divina. Y mediante ella, podemos hacer que nuestra existencia sea gloria y culto al Dios trino, que viene a estar en medio de nosotros, en nuestro corazón y en medio de su pueblo.
Belén Sotos Rodríguez