Religión en Libertad

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.01gd;mso-para-margin-left:0cm" class="MsoNormal">font-family:Times;mso-bidi-font-family:">Apoltronado en su sillón orejero, el viejo José Antonio Fúster hundía su mirada en las páginas de aquel voluminoso tomo de La Divina Comedia. Era su lectura preferida, y más con aquella edición que su esposa le había regalado muchos años atrás, cuando él le pidió matrimonio.font-family:Times;mso-bidi-font-family:">


font-family:Times;mso-bidi-font-family:">Pasaba las hojas humedeciendo su dedo huesudo en el labio inferior, sin necesidad de sacar la lengua. Como había dejado la dentadura postiza en el vaso de duralex a medio llenar que tenía en la mesita contigua, su boca le aprovisionaba de suficiente saliva como para humedecer, sin esfuerzo, el arrugado dedo índice… y hasta la mano completa.

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.01gd;mso-para-margin-left:0cm" class="MsoNormal">font-family:Times;mso-bidi-font-family:">


Un poderoso resplandor y un supitaño restallido lo sobresaltaron profundamente. Aturdido por la claridad rojiza que había inundado su despacho, el ex director de La Gaceta y de la gloriosa revista Chesterton alzó mucho las cejas para forzarse a abrir los ojillos y contemplar así la poderosa figura que acababa de aparecer en el dintel de la puerta. Fúster balbuceó sin decir nada y tragó una abundante cantidad de saliva. Miró al personaje y lo identificó sin dificultad: casco metálico con penacho rojizo, coraza plateada y reluciente, torso robusto, brazo hercúleo, sandalias de cuero y una espada flamígera en la diestra, que desprendía un sobrecogedor olor a fuego purificante. No tenía dudas: era san Miguel.



– Hola, Fúster. –bramó con voz de ultratumba el arcángel, pero sin despegar los labios.


A su espalda, dos halos de luz azulada cimbreaban muy lentamente, como gigantescas alas de águila vistas en slowmotion.


– Hola, ban Bibel. –respondió el anciano, justo antes de darse cuenta de que no se había puesto la dentadura.

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.01gd;mso-para-margin-left:0cm" class="MsoNormal">font-family:Times;mso-bidi-font-family:">El arcángel indicó con un gesto solemne el vasito de duralex y esperó a que Fúster se pusiera los dientes postizos, mientras miraba una esquina del techo, incómodo por la torpeza del otrora cazador de patos. Acabada la operación, continuó:


– ¿Sabes por qué he venido?


Fúster negó con la cabeza.


– Vengo a llevarte conmigo. Ha llegado tu hora.


– Pe… pe… pero… ¿tú? ¿Tú no eres el ángel justiciero?


– Así es. Por eso. ¿O acaso esperabas que apareciese esa imagen pagana e irreal de la calavera con la guadaña?


Fúster no sabía qué contestar. San Miguel suspiró:


– A veces el Enemigo usa ese disfraz en sus tretas. Pero es que, chico, desde que le tundí hace millares de años, y no te digo nada desde lo del Gólgota, el pobre anda desesperado para camuflar su derrota y tiene que estar siempre buscando efectos especiales que impacten a la gente…


Un abundante goterón de saliva resbaló por la comisura entreabierta del anciano y cayó al suelo como un globo de agua viscosa. El arcángel comprendió que se estaba yendo por las ramas y recondujo la conversación con un carraspeo que sonó como el rugido de una cascada incontrolable.


– Te decía que he venido para comunicarte que tu vida toca a su fin. Ya has sido juzgado y has resultado…


El angelical espectro hizo una pausa dramática, miró a su espalda y con un brusco giro de la cabeza clavó su mirada inflamada en fuego en los acongojados ojos del periodista, para tronar: “¡¡¡Culpable!!!”.


– ¡No, por favor! Pero ¿cómo? ¿Culpable, yo? Pe… pe… pero si… si yo dirigí una revista católica. Y un periódico que decía ser católico. Y… y… ¿y cómo es que ya he sido juzgado, si nadie me ha avisado?


– Los juicios en el Cielo son rápidos, eficaces y siempre justos, ¿o creías que nuestra justicia es como la vuestra? No, hijo, no. Ya has sido juzgado. Y aunque digas que dirigías un periódico católico, hemos podido probar que eso es falso.


– ¡No! Quizá cometí errores pero… ¡Yo tenía buena intención!


– Nos da igual: ¡Al horno eterno que vas! –dijo san Miguel, apuntándole con la espada de llamas.


– ¡No be dodas! –dijo Fúster, recolocándose la dentadura, que se le había salido del susto.


Un calor sofocante y angustioso comenzó a apoderarse de la habitación, y el anciano empezó a notar una quemazón sulfúrica por los pies.


– ¡Pero si Dios es misericordioso! ¡Él habrá sabido valorar mi gestión, mi pobreza, mis afanes de hacer las cosas lo mejor posible, mi debilidad! ¡Él es bueno! ¡Él puede perdonarme!


– A ti… ¡No! ¡A ti jamás! –gruñó el arcángel, arrastrando mucho la ese final.


– ¡No! –gimió el periodista, a punto de llorar-. ¡Piedad! ¡Perdón! ¡Me arrepiento de todo! ¡Dios puede perdonarme! ¡Quiero que me perdone! ¡Él puede perdonar cualquier cosa! ¡Que me perdone! ¡Él puede perdonar todos los pecados!


– ¿Todos? –dijo burlón san Miguel, mientras chistaba tres veces y negaba con su rotundo dedo índice-. Todos menos uno, amigo mío: la blasfemia contra el Espíritu Santo. Lo dijo el propio Jesús, Fúster. Y tú has blasfemado contra el poder de Dios. Y, además, lo has hecho consciente de lo que hacías, porque decías ser católico. Y, además, lo hiciste con publicidad, pregonándolo ante muchos. Y, además, encerrándolo en la capa de la literatura, de la broma, de la fábula, de la ironía. Has negado que Dios podía hacer lo que hacer quería, Fúster…


– ¿Yo? ¿¡Cuándo!? ¡Dios me libre de ser blasfemo!


– ¿Cuándo? ¡Mira! -dijo san Miguel, mostrando una página de La Gaceta-. Es tu “Merecía otra portada”, del 21 de noviembre de 2013.


Fúster alargó su arrugado y sudoroso cuello, y leyó en silencio entre temblores de pánico. Cuando terminó de leer, se dejó caer abatido en su sofá orejero, y cubrió su rostro con ambas manos, para llorar como un niño.


– ¿Lo ves, Fúster? Negaste, por la vía de la ficción, que Dios pudiera perdonar un pecado cuando hay arrepentimiento. Por querer mostrar tu repulsa de los etarras, bromeaste con algo tan importante como la misericordia de Dios. Hiciste chanza de lo sagrado en un periódico que presumía de ser católico. Extendiste un aliento de revancha entre tus lectores, escudándote en la ironía y en la broma, y desoyendo la grave responsabilidad que tu cargo exigía. Y además, justo unos días después de que el Vicario de mi Jefe recordase que "no hay crimen ni pecado" que Dios no pueda perdonar. Contemporizaste con una idea política y humana de justicia, cuando lo realmente provocador y subyugante habría sido terminar tu relato con una absolución. Entre broma y broma, dejaste ver tu verdad: un etarra no merece el perdón de Dios, aunque lo pidiese, y por tanto no merece que los hombres le perdonen. Así no hay forma de proponer la desafiante realidad del Evangelio: que hay que dar el paso de perdonar, incluso a quienes no te han pedido perdón. Algo heroico que no puede hacerse sin el auxilio de la Gracia de mi Jefe. Sí, sería una broma, una fábula, pero que escondía un pensamiento totalmente anticristiano, que sugería una blasfemia, y que se divulgó, además, entre gentes que querían ser creyentes. Pusiste una semilla de mala hierba en el corazón de personas que van a misa y comulgan a mi Jefe.



Con un hilillo de voz casi inaudible y el corazón resignado como el de un gorrión herido en las manos de un cazador, Fúster susurró un lacónico –“Perdón”.



Por detrás del arcángel, un niño moreno y de pelo rizado salió corriendo hacia el anciano. Estaba descalzo y vestido con una túnica blanca, que parecía ser de un misterioso esparto suave. De un brinco se plantó ante el sillón orejero, abrió las agarrotadas manos del veterano periodista y lo miró a los ojos, sonriente. Sin abrir los labios, dijo con voz de trueno: “Ego te absolvo”. Y lo abrazó.


El viejo cerró los ojos se sintió como traspasado, como transportado en un éxtasis cálido y totalizante, como envuelto en un amor sublime y nada dengoso, como depositado en un lecho de plumas cálidas. Cuando volvió a abrir los ojos, tenía poco más de 40 años y estaba sentado frente al ordenador de su despacho, en la redacción de La Gaceta. Se miró las manos, se palpó los dientes y tomó conciencia de la situación. De un golpe se levantó de la silla, salió de su despacho y gritó:


– ¡¡¡Alejandra!!! ¡No mandes la página! ¡No mandes mi página!


La redactora jefe de La Gaceta miró con extrañeza a su jefe y amigo.


– Ya está en imprenta, Fúster.


El exabrupto del director habría podido sonrojar a un camionero, y precedió a deambular histérico.


– Pero vamos –zanjó la periodista-, que si la has cagado en algo, escribes otra mañana para desdecirte, y lo arreglas. Ya sabes que no hay nada imperdonable en nuestra profesión. Nada… o casi nada.



José Antonio Méndez




PD: Dedicado a mi querido José Antonio Fúster. Te iba a escribir un email, pero he pensado que ya que tú habías publicado tu texto, era de justicia que yo también publicase esta respuesta non petita. Y que, ya que lo tuyo era un relato, era mejor que yo no escribiese un sesudo y seriecísimo artículo. Aunque si alguien compara tu texto y el mío, mi estilo salga perdiendo. Un abrazo, afectuosísimo como siempre. Y por cierto, Müller es arzobispo, no obispo. Lo digo porque yo no cabrearía mucho a un alemán de casi dos metros... ejem.


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