Religión en Libertad

Cristo expulsó a los mercaderes. Nosotros los hemos vuelto a invitar

La corrupción no es solo un delito político: es una herida moral que destruye el bien común, pervierte la justicia y traiciona la dignidad humana. La Iglesia no calla: sin conversión, el poder se vuelve idolatría.

Corrupción

CorrupciónFoto de Markus Spiske en

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La corrupción no empieza en los despachos. Empieza en el corazón que se acomoda a la mentira, en la conciencia que se vende barata, en el alma que aprende a justificar el mal con la palabra “todos lo hacen”. Es una lepra espiritual que se disfraza de éxito, que confunde poder con autoridad y que termina devorando la raíz del bien común.

La Doctrina Social de la Iglesia lo ha advertido desde Rerum Novarum hasta Caritas in Veritate: toda forma de poder, político o económico, pierde legitimidad cuando se aparta del servicio a la persona humana. Cuando el poder se convierte en botín, el Estado se degrada, la economía se deshumaniza y la sociedad se envenena. La corrupción no solo roba dinero: roba confianza, esperanza y sentido moral.

El Papa Francisco lo expresó con una imagen brutal: “El corrupto huele mal, como la carne podrida.” No por escandalizar, sino porque la corrupción —como la carne que se pudre— empieza en lo oculto, sin ruido, y acaba contaminándolo todo. Y cuando la corrupción se instala en la cultura, el mal deja de parecer mal: se normaliza.

Pero el Evangelio no nos permite la neutralidad. “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Y sin embargo, el corazón humano lleva siglos intentando hacerlo. Cristo expulsó a los mercaderes del templo porque el negocio se había instalado en lo sagrado. Hoy esa escena se repite: en los gobiernos, en las empresas, en las parroquias… en cada rincón donde se negocia con la verdad, con la justicia o con la fe.

La Doctrina Social de la Iglesia enseña que el destino universal de los bienes está por encima de toda ambición personal. Lo que uno roba al bien común —ya sea dinero, poder o credibilidad— se lo roba a los pobres, a los que no tienen voz, a los que cargan con las consecuencias del egoísmo ajeno. Por eso la corrupción no es solo una injusticia social: es una ofensa contra la fraternidad.

El Compendio de la DSI lo dice con claridad (n. 411): “La corrupción desfigura las relaciones entre los gobernantes y los gobernados, pervirtiendo el sentido de la autoridad y obstaculizando el desarrollo integral del hombre.”

Esa frase es más actual que nunca. Un poder corrupto no gobierna: manipula. Un funcionario corrupto no sirve: se sirve. Un cristiano corrupto no evangeliza: escandaliza.

Y no pensemos que la corrupción solo vive en los grandes titulares. Hay corrupción en cada vez que alguien usa su puesto para protegerse a sí mismo, en cada decisión que privilegia al amigo por encima del justo, en cada palabra que calla para no perder beneficios. La corrupción es una cadena invisible que convierte a los hombres libres en cómplices del mal.

Pero la Iglesia no se queda en la denuncia: ofrece camino de conversión. La justicia sin misericordia se vuelve venganza, y la misericordia sin justicia se vuelve complicidad. El cristiano no combate la corrupción desde el odio, sino desde la verdad. No busca castigo, sino transformación. Porque incluso el corrupto, si se arrodilla ante la verdad, puede renacer.

Benedicto XVI dijo que “una sociedad que no busca la verdad no puede durar mucho”. Por eso la lucha contra la corrupción no es una cuestión de ideología, sino de salvación moral. Sin verdad, no hay justicia; sin justicia, no hay paz. Y donde la mentira gobierna, el ser humano se convierte en instrumento, no en fin.

Frente a la corrupción, el camino no pasa por la apariencia, sino por la conversión del corazón: restaurar la conciencia personal, porque sin verdad interior no hay ética posible; educar en la responsabilidad y en la honestidad, porque la ley sin virtud es papel muerto; promover el bien común por encima del interés propio, incluso cuando el precio sea alto; y exigir transparencia con caridad, pero también con valentía, porque el amor que no se atreve a decir la verdad deja de ser amor.

El cristiano no puede resignarse a vivir entre la trampa y el cinismo. No basta con no robar: hay que purificar la cultura que convierte el engaño en virtud. Si el mundo huele a corrupción, tal vez sea porque los hijos de Dios dejaron de ser “sal de la tierra” (Mt 5,13).

La corrupción se combate con santidad, no con campañas. Con testimonio, no con discursos. Con conciencia limpia, no con apariencia respetable. El corrupto cree que todo tiene precio; el cristiano sabe que lo esencial no se compra.

Y si el templo del mundo vuelve a estar lleno de mercaderes, es hora de que Cristo vuelva a entrar con el látigo de la verdad. No para destruir, sino para purificar.

Porque la corrupción no solo destruye estructuras: destruye el alma de los pueblos.

Y cuando un pueblo pierde su alma, ya no necesita enemigos: se derrumba solo, desde dentro.

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