Donde la fe se esconde, la libertad muere
Mientras el mundo presume de libertad, millones de personas siguen siendo perseguidas, censuradas o ridiculizadas por tener fe. La libertad religiosa no es un lujo: es el termómetro moral de toda sociedad.

Libertad Religiosa
Vivimos en la era de las libertades, pero pocas son tan incómodas como la libertad de creer. Se tolera casi todo, menos la fe que se atreve a ser visible. En algunos países, se paga con la cárcel o con la vida; en otros, con la burla, la exclusión o el desprecio. El resultado es el mismo: se intenta silenciar lo más profundo del ser humano, su relación con Dios.
La libertad religiosa no es un derecho más. Es la base sobre la que descansan todos los demás. Si un hombre no puede creer libremente, tampoco puede pensar libremente, ni amar, ni construir con verdad. Y sin embargo, hoy este derecho se pisotea con total impunidad. En África u Oriente se derraman ríos de sangre; en Occidente, una censura elegante, disfrazada de tolerancia, va encerrando la fe entre paredes cada vez más estrechas.
El Papa Francisco denunció que “hay más mártires hoy que en los primeros siglos”. Pero el martirio no solo está en los fusilamientos o en las prisiones. Está también en el médico que pierde su trabajo por negarse a realizar un aborto; en el estudiante que calla su fe para no ser humillado; en la madre que es ridiculizada por enseñar a sus hijos a rezar. El cristiano de hoy no siempre muere, pero a menudo debe esconderse.
Nos han hecho creer que ser creyente es un obstáculo para la convivencia, que la fe es una amenaza para la libertad. Pero es justo al revés: sin libertad religiosa, no hay libertad verdadera. Cuando un Estado dicta lo que se puede o no se puede creer, deja de proteger a las personas y empieza a moldear conciencias. Cuando una sociedad arrincona la fe al ámbito privado, no se hace más libre: se hace más frágil, más vacía, más manipulable.
La libertad religiosa no se mide en papeles ni en leyes, sino en la posibilidad real de vivir según la verdad que uno profesa. Una libertad que no se atreve a decir “Dios existe” sin miedo al ridículo no es libertad: es servidumbre disfrazada. Una escuela donde no se puede hablar de la fe, una empresa donde se oculta un crucifijo, un medio de comunicación que ridiculiza lo sagrado, son señales de una enfermedad moral más grave que cualquier dictadura: la cobardía colectiva ante lo trascendente.
La fe molesta porque recuerda lo que muchos quieren olvidar: que hay una verdad más alta que el poder, una ley más fuerte que la del mercado, una dignidad que no depende del aplauso. Por eso se intenta neutralizarla, diluirla, domesticarla. Pero la fe no se domestica. Puede esconderse un tiempo, pero siempre resurge. Cada vez que un cristiano reza en silencio donde se prohíbe, cada vez que un sacerdote celebra la misa en una casa clandestina, cada vez que alguien se persigna en un lugar hostil, la libertad vuelve a nacer.
La persecución no destruye la fe: la purifica. Y la indiferencia, en cambio, la asfixia. En muchos países libres, los cristianos no son perseguidos, sino adormecidos. No se les impide creer, pero se les convence de que su fe no debe molestar, no debe pronunciarse, no debe salir del templo. Es un cristianismo mudo, desactivado, que renuncia a transformar el mundo. Pero una fe que no se atreve a hablar no es fe: es miedo.
Defender la libertad religiosa no es solo defender a los creyentes: es defender al ser humano frente a su peor enemigo, la manipulación de su conciencia. Es recordarle al mundo que el alma no tiene dueño, que nadie puede legislar lo que uno ama, ni imponer el silencio sobre lo eterno.
No es un tema político ni una causa partidista. Es una cuestión de verdad. Quien renuncia a la libertad de creer, renuncia a la posibilidad de mirar más allá de sí mismo. Y quien renuncia a eso, termina viviendo como esclavo de las modas, de los poderosos o del miedo.
El Evangelio no se impone, se propone. Pero callar la fe para no incomodar es traicionarla. No basta con defender templos; hay que defender el derecho de cada persona a decir “creo” con dignidad. Porque si hoy se prohíbe creer, mañana se prohibirá amar, y pasado se prohibirá pensar.
No hay libertad más hermosa que la de un corazón que adora sin miedo. No hay fe más auténtica que la que se mantiene de pie cuando el mundo exige que se arrodille. La libertad religiosa no es un asunto del pasado: es la gran frontera moral del presente.
Y cuando llegue el día en que creer ya no sea un acto de valentía, sino de paz, quizá entonces el mundo empiece, por fin, a ser verdaderamente libre.